19.feb.2016 INGENIEROS DE SONIQUETES

Los ingenieros ensanchaban la carretera y tuvieron que pintarrajear de nuevo los planos. El trazado tendría que sortear “La Fábrica”, que se situaba en un cruce de caminos y ocupaba terreno público al borde del alquitrán desmoronado de la carretera secundaria. Europa había dado un dineral para que la vieja carretera llegara hasta el puerto deportivo de la lujosa urbanización brutalista que sepultaba la playa. Y los ingenieros llamaron a la puerta de La Fábrica.

La garita del vigilante estaba vacía y la cancela automática abierta. Los tejadillos de acero de los aparcamientos de La Fábrica ardían bajo el sol, como el césped amarillento y las  palmeras desmochadas por el gorgojo rojo. El edificio principal brillaba con sus cristaleras. Allí debían estar las oficinas, junto a las escalinatas ajardinadas con pitas y los mástiles sin banderas, pero los ingenieros no veían ninguna actividad en el exterior de La Fábrica y sólo oían sus propios pasos sobre la grava. Los hibiscos de las escalinatas seguían secándose cuando los ingenieros llegaron al vestíbulo.

–¿¡Quiénes son ustedes y qué están haciendo aquí…!? –gritó una silueta desde el interior.

–Somos los IN…

–¡Inspectores de trabajo…?

–Ingenieros.

–¡¡Imbéciles… largo de aquí!!

Los dos ingenieros renunciaron pronto a la entrevista y retrocedieron bajando tranquilamente los escalones.

pielfort:ingenierosdesoniquetes

El primero accionaba el láser métrico y el segundo usaba el teléfono para fotografiar todo el perímetro del edificio de La Fábrica. Ellos debían dejar constancia de la visita técnica, así que comenzaron a recorrer la finca tomando mediciones electrónicas, hasta que se quedaron paralizados al asomarse por un murete que no se observaba desde la carretera y que no venía descrito en los planos. Detrás del muro había una veintena de mugrientos jaulones para gallos ingleses que estaban anclados en la tierra, y que contenían a sendas personas desnudas, entre niños, muchachas y adultos, que vivían encerrados como animales entre excrementos y a la intemperie, dentro de sus recintos individuales, masticando candados, bebiendo orines, comiendo poleadas de fango y escupiendo las greñas de pelo que ocultaban sus rostros. Entonces la voz de La Fábrica llegó hasta los ingenieros que todavía miraban el carnaval tras el muro:

–¡¡¡Largo de aquí, ingeniosos… iros, que ya no vendrá nadie… no vendrá ningún cantaor más… antes estaba Antonio Núñez el Chocolate y ahora que él falta sólo quedo yo… porque el Flamenco es lo que yo diga… el Flamenco es mío… y en su día será de mi hija o de mi hijo… o de quien yo diga… de cualquiera de éstos que tengo por aquí encerrados… porque para saber cantar se tienen que sufrir antes muchas penurias en la vida!!!

Los cuerpos desnudos farfullaron a coro, emitían murmullos de agonía en una misa breve de principios melismáticos casi infrasónicos, y se agitaban en la medida de las reducidas jaulas, donde vivían a cuatro patas, ulcerosos y encorvados, sin poder alzar los cuerpos ennegrecidos, ni estirar por completo ninguno de sus miembros deformados por vivir sobre la tierra endurecida como la piedra viva. Los encerrados estaban heridos e infectados por la herrumbre de sus prisiones individuales, tan antiguas y mohosas como las monedas romanas que encuentran los agricultores que faenan entre las viñas.

Huyeron corriendo los ingenieros hasta el borde de la carretera, pero cuando echaron la vista atrás el edificio de La Fábrica había desaparecido en el cruce de caminos.

En su lugar había una casa con una huerta de ortigas, jaramagos y varios árboles frutales, que estaba rodeada por un cañaveral y un vallado de tunas. El zumbido constante de los avisperos escondía un descascarillado carromato amarillo. Un perro arrastraba su cadena junto al brocal encalado de un pozo y ladraba en rottweiler.  Manuel Agujetas estaba allí en pie, donde la raya del ocaso, en el crepuscular horno de solera galopante, justo delante de la puerta de La Fábrica del Flamenco, pinchando en la tuna un cartón en el que había escrito al carboncillo la máxima:

 “¡No coger higos, tienen su dueño!”

FIN

¡Vamos al más allá!

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SOBRE EL BLOG
Flamencos de alquiler

Blog de David Pielfort.

AUTOR: David Pielfort
DAVID PIELFORT (1971). Salido de una novela de Dickens, es abandonado por los gitanos. Un banco le compró un cuadro. Su voz retumbó en la Bienal de Arte de Venecia, e Israel Galván ha bailado sobre su cuerpo. Otorgó la llave de oro del cante jondo a Paco de Lucía, en una pielfortmance que televisó La 2.
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