Biblioteca Juan de Mairena
Las lenguas y los pueblos

Los gitanos hicieron su aparición en Francia en el transcurso de las primeras décadas del siglo XV, en un período de guerras y de desórdenes, en forma de bandas que decían proceder de Egipto y que estaban encabezadas por individuos que se hacían llamar duques in Egypto palmo o condes in Egypto minori:

En 1419 se señala la presencia de los primeros grupos de gitanos en el territorio de la Francia actual… el 22 de agosto de 1419 aparecen en la pequeña ciudad de Châtillon-en-Dombe y el día siguiente el grupo llega a Saint-Laurent de Maçon, a seis leguas de distancia, a las órdenes de un cierto Andrés, duque del pequeño Egipto… En 1422 una banda todavía más numerosa desciende a Italia… en agosto de 1427 los gitanos aparecen por primera vez a las puertas de París, después de haber atravesado la Francia en guerra… La capital está ocupada por los ingleses, y toda l’Île de France aparece infestada de bandidos. Algunos grupos de gitanos, al mando de duques o condes in Egipto parvo o in Egvpto minori atraviesan los Pirineos y alcanzan Barcelona (‘Francois de Vaux de Foletier, Les Tsiganes dans l’anciennee France).

Los historiadores sitúan aproximadamente en el mismo período el nacimiento del argot, como lengua secreta de los coquillards y de otras bandas de malhechores que proliferan en los años tormentosos que marcan la transición de la sociedad medieval al Estado moderno: “Y es cierto como él afirma que los susodichos coquillards usan entre ellos una lengua secreta (langage exquis), que los demás no pueden entender si no se les enseña, y es por medio de esta lengua como reconocen a los que pertenecen a la llamada Coquille” (Deposición de Perrenet en el proceso de los coquillards).

Limitándose a poner en paralelo las fuentes relativas a estos dos hechos, Alice Becker-Ho ha conseguido realizar el proyecto benjaminiano de escribir una obra original compuesta casi enteramente de citas. La tesis del libro es en apariencia anodina: como indica el subtítulo (Un factor olvidado en los orígenes del “argot” de las clases peligrosas), se trata de mostrar la procedencia de una parte del léxico del argot del rom, la lengua de los gitanos. Un “glosario” sucinto pero esencial al final del volumen recoge los términos del argot que tienen “un eco evidente, por no decir un origen cierto, en los dialectos gitanos de Europa”.

Esta tesis, que no desborda el ámbito de la sociolingüística, implica, sin embargo, otra que es mucho más significativa: igual que el argot no es propiamente una lengua, sino una jerga, así los gitanos no son un pueblo, sino los útimos descendientes de una clase de banderizos de una época anterior:

Los gitanos son nuestro Medievo conservado; una clase peligrosa de otra época. Los términos gitanos que han pasado a los diversos argots son como los propios gitanos que, desde su primera aparición, adoptaron los patronímicos de los países que atravesaban -gadjesko nav- perdiendo de alguna manera su identidad documental ante todos aquellos que creían saber leer.

Esto explica que los estudiosos no hayan conseguido nunca aclarar los orígenes de los gitanos ni llegar a conocer verdaderamente su lengua y sus costumbres: la encuesta etnográfica se hace en este caso rigurosamente imposible porque los informadores mienten sistemáticamente.

¿Por qué es importante esta hipótesis que, aunque ciertamente original, se refiere a una realidad popular y lingüística en definitiva marginal? Benjamin ha escrito en una ocasión que, en los momentos cruciales de la historia, el golpe decisivo debe asestarse con la mano izquierda, actuando sobre personas y articulaciones desconocidas en la máquina del saber social. Si bien es cierto que Alice Becker-Ho se mantiene discretamente dentro de los límites de su tesis, es probable que sea perfectamente consciente de haber depositado en un punto nodal de nuestra teoría política una mina a la que no hay más que hacer detonar. No tenemos, en rigor, la menor idea de lo que es un pueblo ni de lo que es una lengua (es sabido que los lingüistas pueden construir una gramática, es decir, ese conjunto unitario dotado de propiedades describibles que se llama lengua, sólo dando por descontado el factum loquendi, es decir, el puro hecho de que los hombres hablan y se entienden entre ellos, que sigue siendo inaccesible a la ciencia), y, sin embargo, toda nuestra cultura política reposa sobre la puesta en relación de estas dos nociones. La ideología romántica, que inconscientemente llevó a cabo este empalme y que, de esta forma, ha influido muy ampliamente tanto sobre la lingüística moderna como sobre la teoría política aún dominante, trataba de aclarar algo oscuro (el concepto de pueblo) con algo todavía más oscuro (el concepto de lengua). A través de la correspondencia biunívoca que de esta forma se instituye, dos entidades contingentes con unos contornos culturales indefinidos se transforman en organismos cuasi naturales, dotados de leyes y de caracteres propios y necesarios. Porque si la teoría política debe aceptar como presupuesto el factum pluralitatis ( llamamos así, con un termino etimológicamente conexo al de populus, al mero hecho de que los hombres formen una comunidad) y la lingüística debe presuponer sin ponerlo en cuestión el factum loquendi, la simple correspondencia entre estos dos hechos funda el discurso político moderno.

La relación gitanos-argot pone radicalmente en tela de juicio tal correspondencia en el momento mismo en que la recupera paródicamente. Los gitanos son al pueblo lo que el argot es a la lengua; pero, en el breve instante en que la analogía se mantiene, proyecta una luz fulgurante sobre la verdad que la correspondencia lengua-pueblo estaba destinada a encubrir: todos los pueblos son bandas y “coquilles”, todas las lenguas son jergas y “argot”.

No se trata aquí de valorar la corrección científica de esta tesis, sino de no dejar escapar su potencia liberadora. Para quien haya sabido mantener fija la mirada sobre ella, las máquinas perversas y tenaces que gobiernan nuestro imaginario político pierden de golpe su poder. Por lo demás, el hecho de que se trate de un imaginario, debería ser ya algo evidente para todos, en un momento en que la idea de pueblo ha perdido desde hace un buen tiempo toda realidad sustancial. Aún admitiendo que esta idea haya tenido alguna vez un contenido real, más allá del insípido catálogo de caracteres enumerados por las antiguas antropologías filosóficas, ha quedado ya vaciada de cualquier sentido por ese mismo Estado moderno que se presentaba como su Custodio y su expresión: a pesar de tantas charlatanerías bienintencionadas, el pueblo no es hoy otra cosa que el hueco soporte de la identidad estatal y únicamente como tal es reconocido. Si a alguien le cupiera todavía alguna duda a este respecto, una ojeada a lo que está sucediendo a nuestro alrededor es suficientemente instructiva desde este punto de vista: si los poderosos de la tierra apelan a las armas para defender a un Estado sin pueblo (Kuwait), los pueblos sin Estado (kurdos, armenios, palestinos, judíos de la diáspora) pueden por el contrario ser oprimidos y exterminados impunemente, lo que pone en claro que el destino de un pueblo sólo puede ser una identidad estatal y que el concepto pueblo no tiene sentido más que si es recodificado en el de soberanía. De aquí también el curioso estatuto de las lenguas sin dignidad estatal (catalán, vasco, gaélico, etc) a las que los lingüistas tratan naturalmente como tales, pero que de hecho funcionan más bien como jergas o dialectos y asumen casi siempre un significado inmediatamente político. Este entrelazamiento vicioso de lengua, pueblo y Estado resulta particularmente evidente en el caso del sionismo. Un movimiento que perseguía la constitución en Estado del pueblo por excelencia (Israel) se ha sentido, por eso mismo, obligado a reactualizar una lengua puramente cultual (el hebreo) que había sido sustituida en el uso cotidiano por otras lenguas y dialectos (el ladino, el yid- dish). Pero, en la consideración de los guardianes de la tradición, esta reactualización de la lengua sagrada aparecía precisamente como una profanación grotesca, de la que algún día la lengua tomaría venganza (“vivimos en nuestra lengua”, escribía Scholem a Rosenzweig desde Jerusalén el 26 de diciembre de 1926, “como ciegos que caminan sobre un abismo… esta lengua está grávida de futuras catástrofes… vendrá el día en que se revelará contra los que la hablan”).

La tesis según la cual todos los pueblos son gitanos y todas las lenguas jergas rompe tal entrelazamiento y nos permite mirar de una forma nueva las diversas experiencias de lenguaje que han aflorado periódicamente en nuestra cultura, y que han terminado por ser malentendidas y reconducidas a la concepción dominante. Porque ¿qué otra cosa hace Dante cuando, al relatar en De vulgari eloquentia el mito de Babel, afirma que cada una de las clases de constructores de la torre recibió una lengua propia incomprensible para los demás, y que de estas lenguas babélicas derivan las lenguas que se hablan en su tiempo, sino presentar a todas las lenguas de la tierra como jergas (la lengua del oficio es la figura por excelencia de la jerga)? Y contra esta íntima condición de jerga de toda lengua, no propone (según pretende una falsificación secular de su pensamiento) el remedio de una gramática y de una lengua nacionales, sino una trasformación de la experiencia misma de la palabra que llama “vulgar ilustre”, una suerte de emancipación -no gramatical, sino poética y política- de las jergas mismas en dirección del factum loquendi’.

Así, el trobar clus de los trovadores provenzales es él mismo, de algún modo, la transformación de la lengua de oc en una jerga secreta (lo que no es muy diferente de lo que hizo Villon al escribir algunas de sus baladas en el argot de los coquillards); pero aquello de lo que habla esta jerga no es, en suma, más que otra figura del lenguaje, caracterizada por ser lugar y objeto de una experiencia de amor. Y, por situarnos en un momento más cercano a nosotros, nada tiene de extraño que, desde esta perspectiva, para Wittgenstein la pura experiencia del lenguaje (del factum loquendi) pudiera coincidir con la ética, ni que Benjamin confiase a una “lengua pura”, irreductible a una gramática y a una lengua particular, la figura de la humanidad redimida.

Si las lenguas son las jergas que cubren la experiencia pura del lenguaje, así como los pueblos son las máscaras más o menos conseguidas del factum pluralitatis, nuestra tarea no puede consistir, pues, en la constitución de estas jergas en gramáticas ni en la recodificación de los pueblos en identidades estatales; por el contrario, sólo rompiendo en un punto cualquiera la cadena existencia del lenguaje-gramática (lengua)-pueblo-Estado, el pensamiento y la praxis estarán a la altura de los tiempos. Las formas de esta interrupción, en que el factum del lenguaje y el factum de la comunidad surgen por un instante a la luz, son múltiples y varían según los tiempos y las circunstancias: reactivación de una jerga, trobar clus, lengua pura, práctica minoritaria de una lengua gramatical… En todo caso, está claro que el reto no es simplemente político o literario, sino, sobre todo, político y filosófico.

Las lenguas y los pueblos en PDF

“La lengua y los pueblos” se publicó en Luogo comune (n.1, 1990) como recensión al libro de Alice Becker-Ho, Les princes du jargon, París, 1990.

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