29.may.2014 FLAMENCOS DE PLACER

El flamenco simple se hace cuando los diferentes vicios acaban convirtiéndose en verdaderos trabajos. En el pueblo, que sólo tenía una calle que empezaba en una carretera y terminaba en una ermita, vivían tres personas, nadie más. Eran por desorden analfabético un galerista, un editor y un político profesional, convertido de momento en concejal. No había árboles, pájaros, mujeres, coches ni niños. El pueblo era un nido de águila, hecho de granito y abierto al sur. La galería se llamaba Abierto al sur, la editorial se llamaba Hecho de granito, y el ayuntamiento se llamaba ayuntamiento, un verdadero consistorio que era el nido de un águila. Los tres habitantes necesitaban su público, porque a la gente ahora se le llama público, pero el galerista, el editor y el concejal pensaban -cada uno por su cuenta- que el pueblo no existía, salvo en el censo ficticio y las listas de espera. El público o el pueblo es siempre algo llano, que no se entera de nada o donde nada encuentra un eco, pero la galería, la editorial y el ayuntamiento aparecían en internet y en las guías del turismo. Todos coincidieron en la misma convicción: el concejal temía que el público se enterase, el galerista temía que la galería se llenara de gente, y el editor temía que cualquiera quisiera publicar bajo su sello.

La ermita hueca en la cima de la montaña se deshacía entre las nubes, y las luces de las tres casas del pueblo brillaban bajo el cinturón de Orión.pielfort-placa

El galerista quería organizar una exposición colectiva, el editor deseaba publicar una selección antológica de escritores, y el concejal se moría por celebrar un pleno, y a poder ser con una cena medieval municipal con flamenquito después. El editor buscaba al final publicarse a sí mismo, y se negaba a la primitiva idea original de ponerse en comunicación con el galerista y el concejal, escribirles algo, una carta, una invitación, en la que exponerles la idea y solicitarles algún texto personal para la publicación, porque todo el mundo tiene escrito algo, aunque sólo sea en la cabeza. El galerista había llegado tarde, se le había ocurrido lo mismo que al editor, pero él no sabía escribir, aunque lo intentaba en los galimatías de los catálogos, y además lo suyo era seleccionar y colgar, plantear e iluminar, y la pintura ya se sabe que se explica sola, o se proyecta o se interviene…  y no se iba a poner ahora a pedirle dos cuadritos y unas diapositivas al concejal y al editor, pero… ¿entonces cómo iba a poder incluirse él mismo en la exposición si no organizaba la colectiva? El concejal ya andaba más relajado con la supuesta conjuración fantasmal de una moción de censura que no se llevaría a cabo, aunque todavía le preocupaba cómo justificar los gastos de trescientas sesenta y cinco cenas medievales y una juerga flamenca.

Todos los domingos una hilera de coches y autobuses llenaban pueblo hasta el atardecer, los forasteros habían leído en las páginas de internet los horarios de la galería, las excelencias arquitectónicas del edificio del consistorio, y la biografía de un romántico poeta serrano que tenía su casa-museo sita en la misma editorial. Los turistas provinciales daban mil vueltas a las tres casas tropezando entre ellos en la misma calle, y se alegraban de no haber cargado con garrafas vacías para comprar aceite baratito de la sierra, porque en el pueblo no había nada.

La fachada del ayuntamiento era el tablón de anuncios con su mampara de cristal, tan vacío como las estanterías de un iglú. La oficina de la editorial había forrado las ventanas con celofán anaranjado para que los libros no se pusieran amarillos, sino naranjas. Aunque es sabido que para que un libro no se ponga amarillo es necesario que sea precisamente la luz quien deba incidir en el mismo. La galería siempre se encontraba cerrada, y normalmente había una guiri desesperada pulsando el timbre eterno, con un cuadro horrible dejado caer entre la axila y el suelo.  Era un verdadero desperdicio de materiales y de energía eléctrica en el timbre quemado, y la misma mujer aburrida se decía en alemán lunfardino que mejor tenía que haber llevado alguna garrafa en vez del cuadro, para poder comprar unos litros de aceite baratito.

El galerista, el editor y el concejal, que todavía no se conocían personalmente por el tamaño de sus fincas y sus diferentes costumbres, lamentaban que después de estar trabajando durante toda la semana, el único día de descanso que tenían -el domingo- no podían disfrutar del pueblo por la invasión del turismo, que tomaba la única calle y los alrededores para comprar morcillas con piñones.

El editor, como gran perseguidor de prólogos, escogió uno propio y lo publicó con la selección de autores, que consistió en un texto del galerista y otro del concejal. En la antología, el galerista transcribía literariamente el horario y la programación de la galería, y el concejal escribió dos bandos de nueva sentimentalidad y una invitación a la celebración de la cena medieval municipal. Al galerista le costó mucho trabajo ceder una obra gráfica para que sirviera de portada en el libro, y el concejal tuvo que dar un dinero para apoyar la publicación, que subvencionó con cincuenta euros con veintiún céntimos, descontando impuestos.  El editor quiso presentar el libro en la galería de arte, pero como el galerista quería acercar el arte a la calle y alejar a los editores de su domicilio, programó una exposición urbana, y rellenó el tablón de anuncios de la fachada del ayuntamiento, achinchetando la obra gráfica con el horario de la galería  y los manuscritos originales de dos bandos líricos, más el borrador de una futura ordenanza que permitiría la celebración de cenas y bailes medievales con flamenquito de colofón en el municipio. El concejal todavía debía el dinero de la subvención del libro, y se negaba a asistir a presentaciones de libros e inauguraciones artísticas porque entonces se convertía directamente en público, fundando así su repugnancia a servir de relleno social cuando él era un político. Y la única forma de conservar su estado y posición la encontró no yendo a trabajar al ayuntamiento mientras durara la exposición urbana en la vitrina que colgaba de la fachada. Así que el concejal, que ya vivía en la misma torre del consistorio, decidió la autarquía de no salir por la puerta excelentísima en una temporada y quedarse dentro para cobrar deshoras.PIELFORT-LONGUIS

Una furgoneta llegó al pueblo llena de flamencos de placer, bufones, gitanas, enanos, cabezudos, tragasables, zancudos, saltimbanquis y músicos vestidos de época que hacían sonar tambores y cornetas, que se unieron bajo los soportales con los camareros de la empresa del servicio de comidas, que llamaban al portero automático del ayuntamiento, cargados con neveras y mesas plegables, bombonas de nitrógeno líquido, bandejas y campanas de acero. Entonces ocurrió algo en medio de la calle: el galerista con un catálogo en la mano y el editor con un libro coincidieron por fin, y se miraban perplejos como dos toros de fuego debajo de los arcos del ayuntamiento. Y es que alguien tenía que quedarse mirando, convirtiéndose en público.

Calabacín calabazón.

 

 

 

 

 

Me gusta
Twittear

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos necesarios están marcados *

Puedes usar las siguientes etiquetas y atributos HTML: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <strike> <strong>

SOBRE EL BLOG
Flamencos de alquiler

Blog de David Pielfort.

AUTOR: David Pielfort
DAVID PIELFORT (1971). Salido de una novela de Dickens, es abandonado por los gitanos. Un banco le compró un cuadro. Su voz retumbó en la Bienal de Arte de Venecia, e Israel Galván ha bailado sobre su cuerpo. Otorgó la llave de oro del cante jondo a Paco de Lucía, en una pielfortmance que televisó La 2.
CANALES RELACIONADOS
AUDIO
VÍDEO