15.abr.2014 ENTRE DOS RUMBAS

El Rumba había reventado un bar porque cortaron una rumba -que sonaba por los altavoces del local- para ver la semana santa por la televisión. Estuvo varios años en la cárcel. Él solito destrozó el bar por dentro y apalizó a unos veinte socios, incluyendo al dueño de la peña carnavalesca. Ahora el Rumba está en una fiesta infantil de disfraces de carnaval, que se celebra en una cafetería, y al Rumba le vienen varios recuerdos a la vez que le ponen nervioso. El Rumba nunca había echado cuenta de los niños, ni de aquello que no transcurre a la altura de los ojos, por eso el Rumba miraba su vaso de cubata. Incluso dentro del penal el Rumba robó en la casa del director de la cárcel, que estaba construida con los mismos ladrillos colorados de la prisión, y al tercer cubata la cafetería se estaba convirtiendo en otro patio, lleno de enanos disfrazados que corrían y molestaban.

Las madres vestidas de caníbales y brujas ennegrecían el suelo sorbiendo ron y los  espadachines y monjas enanas, libélulas y lagartos, superhéroes y enfermeras en miniatura derramaban los zumos tropicales. Todas las mujeres sabían que aquel hombre dejado caer en la barra y que charlaba con uno de los camareros era el Rumba. Un martillo de goma de los que pitan bajaba y subía delante de un niño que no paraba de dar en el repetido fiel del muslo de el Rumba. El niño, vestido de cebra o de preso harto de fanta, golpeaba con el martillo de goma en los riñones de el Rumba, que arrinconándose en su taburete emitía un rugidito.

El Rumba había tenido niños, dos o tres, con los ojos rojos, qué más le daba, no los conocía, sólo los había visto a través de fotos belgas que no entendía, fotos con fondos de moqueta y maderas oscuras donde siempre rebotaba el flash deslumbrante, y que contenían a gente con chaquetas que no se vendían, y vestidos que no se podían comprar, porque no se veían nunca en los escaparates, o porque la moda ya pasó, o no había llegado nunca. Un niño vestido de robín de los bosques, o de castigador sexual de campanilla, y que estaba dando la tabarra con un puntero láser, progresaba en círculos amenazantes hacia su taburete. Y el Rumba quería concentrarse en el cubata.erik urano y zar1

 

–¿No lo viste allí al fondo, al final de la barra y que no hablaba con nadie? Se cargó tres o cuatro güisquis a cara de perro… era el Rumba, que siempre está creciendo a lo alto y a lo ancho, y es como un ascensor para seis personas, pero con el Rumba dentro. Pero nadie hizo nada, nadie hace nunca nada, la gente sólo quiere ponerse a gusto, se despiden de su camello, piden la caja de un disco compacto en la barra y a otro cubata, y a otro disco compacto…

El camarero volvió a recoger la fregona negra y la exprimió en el ojo oscuro del cubo. El repartidor del camión de bebidas todavía vestía de vaquero con zahones de borreguito, venía de empalme de la noche de carnaval con sendas cartucheras y latas de atún giratorias haciendo de espuelas mejicanas. Los vasos usados, vacíos y medio llenos, apilados sobre la largura de la barra podían ser el paisaje de cualquier ciudad vista desde la televisión apagada.

–¿Qué haces limpiando dentro… tendrías que quitar toda la sangre de la puerta!

–Hoy cerramos por descanso del carnaval…

El repartidor metió un revólver de pasta blanca en el cinto de plástico, asió de la barra un vaso de tubo con un culillo de alcohol de la noche anterior, y sin poner los labios quemados se lo metió entre pecho y espalda, se refregó la barba brillante y dijo eructando: –Era el mío de anoche… lo he reconocido… además he perdido la guitarra… o me la habrán robado…  ¿quién me mandaría sacarla  a la calle?

Tenía en la cabeza las figuras derrotadas de las jóvenes recogiéndose, todas en la misma dirección de la terminal de autobuses, caminando con los disfraces destrozados por la fiesta, con los zapatos de tacón en las manos, riendo, yendo en zigzag… y cómo el Rumba se quitó la camiseta para que nadie pudiera agarrarlo y ninguno de los clientes  hizo el amago de ayudar, porque todos iban a gusto con la media sonrisa mascada… se podría haber cogido a el Rumba de un puñado y echarlo a la calle, pero como estrujó el vaso con la mano y empezó a echar sangre a borbotones cualquiera se le acercaba… estaba allí solo al final de la barra y de repente se puso a meterle ganchos a la pared, y con la otra mano va y estruja otro vaso… menos mal que la merienda infantil acabó pronto y las mujeres ya se estaban llevando a los niños para ver el pasacalles del carnaval y los fuegos artificiales, porque el Rumba estaba deseando matar a alguien, a quien fuera… y el Zuricato no sabe lo que hizo metiendo a el Rumba en el coche, seguro que no se dio ni cuenta de que el Rumba llevaba los brazos abiertos… habrá puesto bonito el coche por dentro.

–Hasta entonces en la cafetería no sucedió nada– dijo el camarero. –El numerito de la sangre en la calle vino cuando el Rumba se tiró en marcha del coche del Zuricato, que lo llevaba hacia hospital, y va el Rumba y se tira, y se vuelve andando, todo perdido de sangre, y con medio cuerpo quemado y colgando a pedazos del revolcón que se había dado contra el asfalto, y  como habíamos cerrado ya la puerta para terminar la noche entre amigos, fue cuando el Rumba la lió afuera gritando y aporreando, queriendo entrar otra vez, y con la desesperación regó de sangre y trozos de su cuerpo toda la calle.

El camarero oyó unas voces. Era la policía. Un camión de cerveza en la madrugada de la noche de carnaval había aplastado en el callejón de Santa Eulalia a una chica vestida de vampira que estaba meando detrás de un coche. El vaquero dejó las pistolas de pasta blanca encima de la barra, y abandonando el sombrero negro de fieltro acompañó a los agentes hacia la comisaría.

En la misma noche del accidente de la chica vampira, un hombre ensangrentado y medio desnudo había molido a palos a un atracador, que había asaltado a una mujer vestida de caníbal en la parada del autobús del hospital, y que estaba acompañada de su hijo, disfrazado de preso clásico y que blandía un martillito de plástico de los que pitan. El Rumba, que iba dentro del coche del Zuricato, al ver el asalto, abrió la portezuela del coche y se lanzó en marcha en defensa de la familia, machacando al caco. Después el Rumba acompañó todo el tiempo que hizo falta en urgencias al hijo y a la madre.

El Rumba pensando en beber, y sin disfraz,  caminó hacia la fiesta infantil de carnaval en la cafetería. Por el callejón de Santa Eulalia había distinguido de reojo un extraño bulto sanguinolento que parecía una pierna de vampiresa bajo un camión de reparto de bebidas aparcado. Entonces no se detuvo, no quería más problemas en su vida, pero una vez dentro de la cafetería le recomió la conciencia, e hizo estallar un vaso, y sangrándole la mano, se volvió a enfadar consigo mismo por la herida y pagó el enfado castigándose de igual manera la segunda mano, tratando así de equilibrar sus pensamientos.

El animal que aporreando la puerta del negocio ensangrentó toda la fachada de la cafetería fue el atracador medio muerto, que llegó hasta allí pidiendo auxilio. Era de otra localidad y también le decían el Rumba.

Zacatín zacatón.

 

 

 

 

 

 

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SOBRE EL BLOG
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Blog de David Pielfort.

AUTOR: David Pielfort
DAVID PIELFORT (1971). Salido de una novela de Dickens, es abandonado por los gitanos. Un banco le compró un cuadro. Su voz retumbó en la Bienal de Arte de Venecia, e Israel Galván ha bailado sobre su cuerpo. Otorgó la llave de oro del cante jondo a Paco de Lucía, en una pielfortmance que televisó La 2.
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