26.oct.2014 El «grano de la voz» del cante

EL GRANO Y LA VOZ

En un exhaustivo y esclarecedor estudio acerca del fenómeno sonoro, Michel Chion hace referencia al «grano» como tercer criterio morfológico del sonido:

El grano del sonido es una microestructura característica de la materia sonora que se asocia, por ejemplo en el caso de los sonidos instrumentales, con el mantenimiento de la acción de un arco, de una lengüeta o de un redoble de mazos. Esta cualidad de la materia sonora ―que no todos los sonidos traen consigo […] ― se puede comprender muy bien si la comparamos con sus equivalentes visuales (el grano de una fotografía, u otra superficie que miramos) o táctiles (el grano de una superficie que tocamos). Un grano se puede caracterizar especialmente como más o menos «grueso» o «liso». [CHION, Michel: El sonido. Barcelona, Ediciones Paidós Ibérica, 1999, p. 317].

El grano, esa marginada y muchas veces olvidada pero sustancial cualidad de la materia sonora, efectivamente, no la traen consigo todos los sonidos, ni tampoco todas las voces en cuanto a lo que fundamentalmente son, es decir, sonido puro y duro que sale directamente de un cuerpo que vibra. El cante flamenco sí requiere de este modo, de este «son», como Roland Barthes denominó a esta materialidad sonora en un célebre ensayo de 1972 titulado El grano de la voz. [BARTHES, Roland: «El grano de la voz» (publicado originalmente en 1972, Musique en jeu). Para el presente texto hemos utilizado la traducción de C. Fernández Medrano publicada en la recopilación de escritos de Roland Barthes titulada Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces. Barcelona, Ediciones Paidós, 1986, pp. 262-271].

Es cierto, no obstante, que no todas las voces flamencas tienen grano, o al menos no todas tienen el mismo grado de grano (al igual que ocurre con las fotografías, por ejemplo, donde se puede regular el efecto de esta sutil y escurridiza cualidad visual que afecta por igual tanto al ojo como al tacto). Sin embargo, las voces más flamencas, las voces que consideramos jondas por excelencia, sí evidencian de forma explícita el grano en su desnuda materialidad sonora. El cantaor flamenco trabaja con esmero esta microestructura apuntada por Chion, buscando por entre los resquicios que quedan entre las grietas del sonido la particularidad táctil de su propia voz. En el flamenco, el intérprete debe buscar precisamente ahí, en estos intersticios, su propio son, es decir, su propio ser.

Para intentar comprender mejor esta tersa y volátil cualidad del sonido, Michel Chion nos avisa de que «se puede comprender muy bien si la comparamos con sus equivalentes visuales», pero, más allá de los ejemplos que apunta este autor (el grano de la película fotográfica, por ejemplo), ¿qué equivalentes visuales podríamos estudiar en paralelo con el grano de la voz? ¿Sería posible ver una danza como equivalente visual de un sonido, de una música o de un cante? Si, como ya hemos apuntado, el cante flamenco requiere en su más íntima expresión del grano de la voz, ¿pueden un bailaor o una bailaora hacernos ver-tocar esta tersa y flamenquísima condición de la materia sonora? ¿Sería el cuerpo que baila la manifestación visual y táctil de un sonido, en este caso del sonido del cante?

Existe una frágil y más que evidente zona de contacto entre la música y el lenguaje. En El grano de la voz, Roland Barthes se proponía «desplazar» esta zona, ampliar el territorio de la escucha para atender a unos sonidos que escapan tanto al oído en cuanto música, como al entendimiento en cuanto palabra. Se trataba, en definitiva, de «cambiar el propio objeto musical» tal y como éste se ofrece a la palabra con el fin último de difuminar los límites, de borrar las fronteras entre música y lenguaje.

En su texto, Barthes sólo se acerca en torno a este desplazamiento en cuestión a propósito de una parte muy concreta de la música cantada, «espacio ―escribe Barthes― muy preciso en el que una lengua se encuentra con una voz». A partir de esta sugerente fórmula, nos vamos a centrar de forma específica en la voz del cante, la voz del flamenco. Es esta una voz en la que, parafraseando una vez más al autor francés, una lengua se encuentra con una voz.

 

LA VOZ DEL CANTE

En el cante flamenco, la voz como pura materialidad sonora se hace presente en una doble postura, en una doble producción, al unísono, podríamos decir: como lengua, por un lado, y como música, por otro. Hablamos entonces del grano de la voz. Volvamos una vez más al mito para preguntarnos: ¿Qué otra cosa buscó La Niña de los Peines en aquella perdida tabernilla de Cádiz sino el grano de su propia voz? Arrasar la garganta con una copa de cazalla para quedarse sólo y exclusivamente con esta cualidad táctil de la materia sonora para llegar a tocar con su cante a la exigente audiencia de cabales. En su célebre conferencia sobre el concepto de duende, García Lorca señalaba directamente a aquel hombre solo, «un hombre pequeñito, de esos hombrines bailarines que salen, de pronto, de las botellas de aguardiente», como el desencadenante de lo que vendría después. Cuando aquel aficionado de pura cepa que asistía a la reunión soltó en voz alta aquello de «¡Viva París!», ¿qué estaba queriendo decir exactamente? El propio Lorca nos lo aclara de inmediato: «Aquí no nos importan las facultades, ni la técnica, ni la maestría. Nos importa otra cosa». Justamente es esta otra cosa lo que se ve, lo que se toca y lo que se oye en el grano de una voz que ―olvidadas ya, o mejor sería decir superadas, la técnica y las facultades― se queda con lo que le resta; a esto se le llama pelearse con el cante.

Para gozar individualmente ―acaso no haya otra manera de goce y sufrimiento cuando se trata del flamenco― del cante como aficionado o simple espectador ocasional, se hace necesario separar este grano del resto de valores enjuiciados y apreciados positivamente en lo que se conoce habitualmente como música vocal de tradición «culta». En un punto de su texto, Roland Barthes escribe: «la ópera es un género en el que la voz se ha pasado por entero al bando de la expresividad dramática: una voz de grano poco significante». El cante flamenco (al menos cierto tipo de cante representado todavía hoy por algunos cantaores y cantaoras), sin embargo, no cambió de bando. En el cante, el grano es del todo significante. Así, la conocida como voz afillá (más allá de las cuestiones técnicas relativas al uso de la cejilla en la guitarra de acompañamiento) sería una de estas voces de grano absolutamente significante. Es más, podríamos decir incluso que es una voz-grano en sí misma, una voz arenosa, rozada, desgastada por el uso de una lengua antigua, mientras que aquella otra conocida como voz laína, aún manteniendo otro tipo de cualidades realmente estimables (brillo, pulcritud, nitidez, claridad expresiva y expositiva…), sería una voz de grano poco o nada significante.

Hay algunos cantaores «roncos» (a Enrique Morente, sin ir más lejos, le llamaban «el ronco del Albaicín») a los que en ocasiones apenas somos capaces de llegar a entender con total nitidez las letras de los cantes, y que, sin embargo, más allá o más acá de las facultades técnicas, poseen una voz rotunda y absolutamente significante como sonido jondo. Es precisamente en la voz de estos cantaores donde asistimos al fulgurante encuentro de una lengua con una voz. Músicos que utilizan su voz como áspero e incluso destemplado ―no confundir con desafinado― instrumento de desplazamiento y fricción entre música y lenguaje.

Es el cuerpo mismo el que finalmente acaba distinguiendo unas voces cantaoras de otras. En este sentido, son extraordinariamente reveladoras unas palabras de José Manuel Gamboa que nos pueden dar que pensar sobre las relaciones que se pueden establecer a partir del concepto de cuerpo como materia sonora en el flamenco. En el libreto que acompañaba a la Antología de Camarón de la Isla publicada por PolyGram, José Manuel Gamboa se preguntaba al respecto del cambio en el timbre de la voz del genio de La Isla en el disco Viviré: «… el timbre de voz de Camarón es distinto. Resulta más agudo ―¿la ecualización?, ¿variaciones en la cavidad bucal causadas por afecciones bucales?». Y es que, efectivamente, el cantaor flamenco sólo sabe cantar con el cuerpo entero. Si hay cambios en el cuerpo (incluso si va al dentista), hay cambios en la voz. El cuerpo es un instrumento muy delicado y sensible. En el flamenco, los cuerpos no tienen estado civil, es decir, «personalidad», y aun así siguen siendo cuerpos aparte. Sobre todo esa voz, por encima de lo inteligible del cante, de lo expresivo o representativo, arrastra directamente lo simbólico. El grano sería eso, la materialidad insoslayable de un cuerpo hablando su lengua materna: la letra del cante (posiblemente), la íntima significancia última del sentir flamenco (con toda seguridad). «Cuando canto a gusto me sabe la boca a sangre», decía Tía Anica La Piriñaca, ¿cabe mejor definición de lo que puede ser el cante flamenco en cuanto a lo que significa como materia sonora?

Tratemos de oír una vez más en la voz de La Piriñaca. Ese cante roza la voz. Sucede así, especialmente, en el caso de algunos cantaores y cantaoras gitanos. El cante le da una pátina a las consonantes, devolviéndoles el desgaste propio de una lengua que vive, funciona y viene trabajando así desde hace mucho tiempo: el flamenco. Esta particular fonética dota al cante de su especial idiosincrasia. El cante sigue al pie (flamenco) de la letra aquella vieja recomendación del cantante Panzéra que recogía Barthes en su texto: «que se le diera una pátina a las consonantes», que se les devolviera así el desgaste propio de una lengua viva que viene trabajando desde antiguo. En esta pátina, en esta voz rozada, arenosa, es donde reside la verdad de la lengua, no su funcionalidad (claridad, expresividad, comunicación); el cante flamenco no persigue la claridad, la expresividad, la comunicación. Éstas se dan por sobrentendidas o, en todo caso, añadidas. Evidentemente, el cante resulta meridianamente claro y expresivo, pero no es algo que se busque premeditadamente por parte del intérprete. El cante flamenco se nos presenta con el encanto propio que los japoneses atribuyen al sonido sucio, rozado, cubierto por una sutil pero manifiesta pátina que nos devuelve el desgaste propio de un lenguaje antiguo como es el flamenco.

Esta fonética (¿seré yo el único en percibirla?, ¿quizás oigo voces en la voz? Pero, la verdad de la voz ¿no reside en la alucinación? ¿Acaso el espacio de la voz no es un espacio infinito?) […] esa fonética no agota la significancia (que es inagotable); por lo menos, coloca un freno a las tentativas de reducción expresiva que toda una cultura se empeña en operar sobre el poema y la melodía. [BARTHES, Roland: «El grano de la voz». Op. cit., p. 267].

La fonética propia del cante flamenco no agota su íntima significancia en el decir; no la acaba por tanto, no le da nunca jamás su forma definitiva o cerrada. Y esto es así porque esta significancia del cante es inagotable. En este sentido, el flamenco es capaz de poner el freno a ciertas mezquinas tentativas de reducción expresiva que toda una cultura se empeña una y otra vez en operar sobre el lenguaje poético.

En resumen: El grano es a la voz lo que el peso significante es al cuerpo. El cante flamenco ha de tener grano para tener cuerpo, y, por lo tanto, peso significante, es decir, peso específico. Por otra parte, el cuerpo en el flamenco ha de tener «grano». El grano de la voz del cantaor incide sobre esta misma sensación de gravedad (la del cuerpo pesante). Efectivamente, ambos forman una amalgama perfecta en la que creemos intuir que en el flamenco la voz es cuerpo, y el cuerpo es voz. ¿Qué es lo que baila un cuerpo al compás de un cante a palo seco? Una vez más, ¿se trata de una alucinación? ¿Acaso seré yo el único en percibirlo? Quizá es que vemos cuerpos en las voces. Quizá oímos ecos de otras voces en los cuerpos que tenemos delante. Pero, ¿acaso la verdad, tanto de las voces como de los cuerpos, no reside, precisamente, en una alucinación?

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SOBRE EL BLOG
Flamenco desde el diván

Blog de Antonio J. Pradel.

AUTOR: Antonio J. Pradel Rico
(Madrid, 1975) Actualmente exiliado en Brasil (por el momento), buscando y persiguiendo algunas posibles razones corpóreas para seguir vinculado a la “patria”, entendiendo ésta como el territorio común de esto que pueda ser “el flamenco”. Sin más pretensión que seguir compartiendo algunos hallazgos, continúa escribiendo de toros y flamenco como si estas artes del cuerpo fueran un arte contemporáneo al margen (que no es lo mismo que marginal). Y aunque soy un emigrante, jamás en la vida yo podré olvidarte…
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