La noche española
Danza y arte: del carnaval a la ideología de vanguardia

En su intervención en el seminario La noche española. Flamenco, vanguardia y cultura popular, Ulla Magar, historiadora del arte que en la actualidad trabaja como responsable de exposiciones del Banco Nacional de Baviera, analizó cómo se representó el baile tradicional (incluido el flamenco) en el arte de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Un tema que se convirtió en fuente de inspiración para numerosos autores de la época que, como había preconizado Charles Baudelaire, se interesaron por las manifestaciones estéticas que se desarrollaban en los márgenes de la sociedad burguesa (tanto en regiones exóticas del planeta como en las periferias de las grandes ciudades) y vieron en la representación de “lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente” el medio ideal para intentar plasmar la “vida moderna”. De este modo, el “motivo” del baile cobró especial relevancia en la obra de creadores como Edgar Degas, Max Von Slevogt, Theo Van Doesburg, Man Ray y, sobre todo, Gino Severini que recurrió con insistencia a este tema para explorar la representación del movimiento y del dinamismo (una de las principales aspiraciones de los futuristas italianos). “La radicalidad formal con la que Severini abordó el motivo de la danza”, subrayó Ulla Magar, “le llevó a alcanzar un nivel de esencialidad plástica muy cercano ya a la abstracción”.

En la segunda mitad del siglo XIX, la representación pictórica de la danza aparecía fundamentalmente en cuadros que tenían un fuerte carácter religioso y/o mitológico, en los que el baile adquiría, con frecuencia, un sentido alegórico. En esta línea se encuadran obras como Salomé bailando ante Herodes (1874-1876), de Gustave Moreau o el óleo que sobre el mismo personaje bíblico realizó Franz Von Stuck en 1906. Un motivo recurrente eran los bailes en círculos (Arnold Böcklin, Lovis Corinth, Ferdinand Hodler…), así como la representación de la llamada “danza de la muerte”, un macabro espectáculo dramático que data de mediados del siglo XIV (cuando Europa sufrió una terrible epidemia de peste bubónica que acabó con la vida de más de una cuarta parte de su población) y que ha sido reproducido en multitud de obras pictóricas desde el Renacimiento.

Con la expansión del impresionismo, se produjo una primera ruptura en la iconografía clásica del baile. Creadores como Edgar Degas o Henri de Toulouse-Lautrec abandonaron el punto de vista alegórico que había predominado hasta entonces para mostrar, desde una perspectiva mucho más realista y no exenta de carga crítica, escenas de danza enmarcadas en contextos contemporáneos (academias de baile, locales nocturnos…). Esta visión social crítica sería retomada posteriormente por autores expresionistas como el alemán Ernst Ludwig Kirchner (Dos bailarinas, Bailarina con una pierna levantada, Bailarina de variedades…).

La segunda ruptura de esa iconografía tradicional vendría propiciada, según Ulla Magar, por la búsqueda incesante de lo nuevo y de lo desconocido que articuló el proyecto de las vanguardias históricas. Con el propósito de huir de los rígidos corsets -éticos y estéticos- impuestos por la sociedad burguesa, muchos creadores buscaron inspiración lejos de los circuitos artísticos elitistas, tanto en lugares y espectáculos destinados a las clases populares (el circo, las ferias, el cine…) como en manifestaciones expresivas de otros pueblos y culturas. Todo esto coincidía con un momento en el que París se convirtió en una ciudad cosmopolita, donde convivían personas procedentes de puntos muy diversos del mundo y en cuyos salones y teatros se podían ver numerosos tipos diferentes de danzas étnicas y folclóricas: el tango argentino, la tarantella italiana, los “bailes españoles”, etc.

Este interés por lo novedoso y lo desconocido, por expresiones culturales no domesticadas (ya sea por su carácter marginal o por su origen exótico) se extendió por numerosas ciudades europeas. En Alemania, por ejemplo, se pusieron de moda los temas españoles, y en los bailes de disfraces y máscaras era muy habitual ver a personas vestidas con trajes folclóricos de este país. En este sentido Ulla Magar mostró un retrato que le hizo Lovis Corinth a su propia mujer disfrazada de Carmen y un óleo de Max Slevgot -La Bailarina Marietta di Rigardo (1904)- muy marcado por la imagen tópica de lo español. De estos primeros años del siglo XX datan también dos obras muy conocidas que recurren al tema clásico de los bailes en círculos pero realizado desde una óptica vanguardista: Danza en torno al becerro de oro (1910), de Emil Nolde; y El Baile (1910) de Henri Matisse.

A juicio de Ulla Magar la tercera gran ruptura iconográfica de la danza se produjo con el futurismo, una corriente que abogaba por romper todo vínculo con tradiciones culturales y estéticas previas para hacer un arte nuevo que asumiera y expresara la ética y la estética de la máquina. Hay que tener en cuenta que uno de los objetivos fundamentales del futurismo era captar las estructuras del movimiento (tiempo, velocidad, energía, fuerza…), pues eso le permitiría plasmar el dinamismo y el vértigo de la vida en las grandes metrópolis (caracterizada por la creciente influencia que ejercía el desarrollo tecnológico en la experiencia cotidiana de sus habitantes). El baile era un tema perfecto para llevar a cabo una representación visual de dichas estructuras. Representación que los futuristas intentaron conseguir mediante diferentes procedimientos pictóricos: el “simultaneismo” (multiplicación de las posiciones de un mismo cuerpo); la confrontación en un mismo plano de diversas líneas de fuerza; la intensificación de la acción a través de distintos mecanismos de repetición y yuxtaposición de las figuras representadas; la creación de “ritmos plásticos” mediante una combinación fragmentada de formas y colores…

Las artes escénicas, en general y la danza, en particular, suscitaron un gran interés entre los miembros del movimiento futurista, como demuestran no sólo los numerosos ballets y espectáculos en los que colaboraron de forma activa -Colores, Máquina tipográfica, Fuegos artificiales, El canto del ruiseñor…-, sino también la gran cantidad de manifiestos y escritos que en torno a esta modalidad de producción estética publicaron entre 1910 y 1916: El manifiesto de los autores dramáticos futuristas (1910), El manifiesto Music Hall (1913), La escenografía futurista (1915), etc.

Dentro de este movimiento, el pintor que más se interesó por la representación de la danza fue Gino Severini, gran aficionado al baile y responsable junto a Balla, Carrà, Boccioni y Russolo del Manifiesto de la Pintura Futurista (donde, entre otras cosas, condenaban el culto al pasado y el academicismo y aseguraban que los críticos de arte eran inútiles y nocivos). Influido por la fragmentación de la técnica cubista, en Bailarinas amarillas (1911) Severini muestra dos figuras danzantes en un escenario fuertemente iluminado por una luz eléctrica directa. “Severini”, explicó Ulla Magar, “consigue fundir dos tipos de dinamismos diferentes: el natural que representa la danza; y el artificial que simboliza la luz eléctrica”. La confluencia de esta luz y el movimiento rápido de los cuerpos hace que éstos queden descompuestos en una serie de líneas y formas quebradas que dan lugar a una obra de textura casi abstracta.

En la misma línea se sitúan piezas como Tango argentino (1913), La Danza del oso (1913-14) o Mar = Danzante (1914) en las que ya no se usa la representación de la danza como recurso narrativo que posibilita hablar de otras cuestiones, sino por sus valores puramente plásticos y formales (lo que, de algún modo, supone un antecedente directo de la abstracción). Aunque hay muy pocos cuadros de Severini en los que se representen de forma explícita los bailes españoles, en varias de sus obras más emblemáticas aparecen referencias más o menos directas a los mismos. “Por ejemplo”, indicó Ulla Magar, “tanto la indumentaria como los movimientos de La bailarina azul (1912) evocan los de una bailaora flamenca y la figura fragmentada de Danzante en la luz. Estudio de movimiento (1913) parece que hace sonar unas castañuelas”.

En la fase final de su intervención en el seminario La noche española. Flamenco, vanguardia y cultura popular, Ulla Magar señaló que, tras el futurismo, las propuestas vinculadas a las vanguardias históricas que trataron de captar el movimiento a través de una representación, más o menos estilizada y metafórica, del baile siguieron dos direcciones fundamentales. Por un lado, autores como Theo Van Doesburg (fundador del grupo De Stijl) optaron por el uso de elementos estrictamente plásticos (esto es, desligados ya de cualquier servidumbre figurativa), de modo que representaban el movimiento mediante un acentuado contraste compositivo entre formas geométricas sencillas y colores básicos sin mezclar ni alterar. Por otro lado, artistas como Man Ray recurrieron a la utilización de diversos instrumentos técnicos que permitían dotar de dinamismo a objetos bidimensionales: creación de piezas móviles que “bailaban” con cualquier soplo de aire, aplicación de pintura con aerógrafos sobre papel fotográfico, fotomontajes creados a partir de la exposición de diversas objetos sobre un papel sensible a la luz y luego revelado, etc. “Al igual que Severini”, concluyó Ulla Magar, “estos dos autores utilizaron la danza para realizar una aproximación formal (no meramente narrativa) a la representación del movimiento, contribuyendo de manera decisiva a la evolución hacia la abstracción y hacia la mediación técnica que experimentó el arte durante las primeras décadas del siglo XX”.

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