07.abr.2015 DANDO VUELTAS EN TORNO AL CENTRO DE LA PIEDRA

Las entrañas de la piedra sonora,
bien pateadas en la danza a la luz
del astro de miseria.

[Paul CELAN: «Poemas dispersos», en Los poemas póstumos. Madrid, Editorial Trotta, 2003, p. 151.
«Las entrañas de la piedra sonora», primera impresión fechada en la parte inferior del manuscrito «16-12-1965»].

Desde Brasil, siguiendo a duras penas la Bienal de Flamenco de Sevilla 2014, me entero más o menos de oídas, por referencias rescatadas de aquí y de allá, de lo que sucedió en aquellos días en la capital andaluza. Y de todo lo entre-visto, de todo lo mal-entendido, de todo lo que he creído adivinar desde aquí, hay un hecho que me ha llamado poderosamente la atención: la repetición constante —casi como si de un lema se tratase— de los versos Fui piedra y perdí mi centro… en el espectáculo presentado por Israel Galván titulado Flacomen. La historia del bailaor sevillano con estos versos viene de lejos.

El final de este estado de cosas, redux (2008), terminaba con una coreografía final en la que Israel Galván se instalaba en el interior de un ataúd dispuesto en vertical, frente al púbico, en uno de los lados del escenario. Antes de comenzar este último baile angustioso —tanto por lo reducido del espacio, como por la impactante imagen del bailaor quieto y a compás en el interior del ataúd—, el cantaor Juan José Amador, acompañado por el percusionista José Carrasco, cantaba haciéndose él mismo compás con los nudillos sobre uno de los ataúdes que en escena hacía las veces de cajón flamenco. Mientras tanto, Galván bailaba sobre las otras cajas mortuorias abiertas de par en par para una nueva versión de las antiguas «danzas de la muerte». Después de una breve y trepidante introducción rítmica por parte de José Carrasco, Juan José Amador cantaba la conocida soleá Fui piedra y perdí mi centro a palo seco, sin ningún tipo de acompañamiento, ni siquiera de percusión. Este sería el último cante que oiríamos en todo el espectáculo, justo antes de que tanto el cantaor como el percusionista se retiraran y abandonaran la escena para que el bailaor terminara así, definitivamente, solo y dentro de un ataúd, con El final de este estado de cosas.

No es casual que aquel otro espectáculo de Israel Galván, Metamorfosis (2000), basado en la obra homónima de Fanz Kafka, comenzara a su vez con una proyección de audio y video en la que asistimos a la transformación de Galván-Samsa en bicho. Esta primera coreografía de la metamorfosis galvánica también tenía como fondo musical una recreación de la célebre soleá de Mercedes La Serneta [Mercedes Fernández Vargas, llamada La Serneta, Jerez de la Frontera (Cádiz), 1840 - Utrera (Sevilla), 1912] Fui piedra y perdí mi centro. En esta nueva versión para el espectáculo de Galván, Enrique y Estrella Morente repetían obsesivamente a modo de mantra los cuatro versos de la soleá (Fui piedra y perdí mi centro / y me arrojaron al mar / y al cabo de mucho tiempo / mi centro vine a encontrar) mientras Israel Galván padecía —siempre a compás— las convulsiones que anticipaban lo que terminaría siendo la dolorosa e inevitable mutación de hombre en insecto.

¿Por qué esta misma letra por soleá para terminar aquel nuevo espectáculo apocalíptico después de casi diez años de brillante carrera? ¿Acaso no había encontrado aún Israel Galván su centro? Con ocasión de la presentación de El final… en Madrid, dentro del marco del Festival de Otoño (5 al 8 de noviembre de 2009), tuve ocasión de entrevistarme personalmente con el cantaor Juan José Amador y preguntarle si era el propio Israel Galván el que elegía las letras para cada uno de los distintos cantes que se interpretan en sus espectáculos, y, más concretamente, si esta letra en concreto de la soleá de La Serneta con la que termina El final… obedecía a alguna motivación particular. Juan José Amador me explicó que cuando preparan un nuevo espectáculo, es el mismo Israel quien elige los palos para cada coreografía, obviamente, y dentro de la inagotable riqueza poética de las letras que ofrece el amplio repertorio flamenco, entre todas las que le sugieren los propios cantaores, va eligiendo ésta o aquella en función de las que el propio bailaor considera más adecuada para cada ocasión. En cuanto a la soleá con la que rematan El final…, Juan José Amador me dijo que Israel le pidió expresamente que cantara esa letra de la piedra y el centro para la coreografía de los ataúdes.

En escena el cantaor Juan José Amador comenzaba cantando —«… y al cabo de mucho tiempo»—, mientras Israel Galván bailaba sobre los ataúdes, dentro de los ataúdes, alrededor de los ataúdes, haciendo música con los pies, con las manos, con la boca; haciendo, en definitiva, del cuerpo entero en sí mismo caja de resonancia. La letra de la soleá va cogiendo forma en la voz del cantaor —«… mi centro vine a encontrar»— que, según indicaciones apuntadas por el propio Galván (según me dijo Amador), deja mucho espacio entre verso y verso, abriendo, por decirlo de alguna manera, unos amplios huecos en el cante que se matizan y se ahondan por medio del efecto delay del sonido. De manera que Juan José Amador iba impostando y matizando su voz sobre su propio eco. El efecto final del cante —«… fui piedra y perdí mi centro»— resulta así completamente hipnótico. El eterno retorno hacia lo mismo una y otra vez, reintegrado el eco de nuevo hacia lo ya escuchado pero que, sin embargo —«… y me arrojaron al mar»—, nunca acaba de ser idéntico en cada uno de sus regresos. Me explicaba Juan José Amador que prefería cantar con este efecto de retardo del sonido, a modo de eco dilatado, porque si no era muy difícil retomar el cante dejando espacios tan largos entre verso y verso. La música y la letra de la soleá, por tanto, iban tomando cuerpo a medida que el cuerpo del bailaor iba tomando música. En efecto, el cuerpo de Israel Galván evidenciaba así una inaudita mutación hacia su propia musicalidad esencial.

En un contexto musical diferente, así explicaba el cantador de jota aragonesa José Iranzo, más conocido como el pastor de Andorra, su manera de aprender a cantar La palomica, una famosa jota muy conocida en Aragón los años de la posguerra: «Yo de pequeño también la conocía; cantábamos La palomica, pero yo, siendo cantador, no pensaba que era tan buena. Y un día, abrevando con el ganado en una cueva, como hace dos voces, pues empecé a tararearla, y me hacía la media voz… y digo, ¡ah, me cago en diez [sic], esto será bueno! Y en una cueva me la ensayé allí, y ya la canté en Teruel…». [Véase José Iranzo. El Pastor de Andorra. Documental]. Vemos a un pastor de la provincia de Teruel, el gran intérprete de la jota en el siglo XX, estudiar la melodía de una música como hoy lo hace cualquier usuario del Pro Tools, sólo que con otro tipo de tecnología más arcaica quizás, pero igual de efectiva a la hora de comprobar los resultados. El cantador de jotas —es curioso: en el idioma castellano se utiliza la misma fórmula para referirnos a los intérpretes de jota y a los de flamenco, con la única diferencia de que en Andalucía se ha perdido la ‘d’— se encierra en una cueva y comienza a lanzar su potente chorro de voz que, debido al efecto de eco, le es devuelto; en ese rebote del sonido, en esa vibración sonora que afecta no sólo al oído, sino al cuerpo entero, el cantador superpone otras melodías hasta ir ajustando la polifonía intuida o adivinada: el cantador en la cueva se escucha sonar. Recordemos a este respecto el rechazo que causaron entre algunos supuestos enteraos algunas grabaciones del mismísimo Camarón de la Isla en las que los efectos de voz registrados les hacía decir en los corrillos de aficionados: «Con tanta reverb parece que el Camarón está cantando en una cueva». Pues bien, no debemos descartar que esa forma de estudiar el cante por parte del jotero de Andorra (Teruel, zona del Bajo Aragón) fuera compartida por algunos otros cantaores andaluces en las no tan lejanas cuevas de la Baja Andalucía. Las cuevas son lugares donde la propagación del sonido se produce en todas las direcciones, lo que las hace lugares privilegiados para ensayar la voz.

«El sonido se propaga alrededor de su fuente de una forma circular o esférica, como una onda sobre una superficie de agua en la que acaba de caer una piedra. Esta propagación se produce por tanto en todas las direcciones (fases sucesivas de compresión y de dilatación), pero se debilita proporcionalmente al cuadrado de la distancia recorrida». [Michel CHION: El sonido. Barcelona, Ediciones Paidós Ibérica, 1999, p. 44].

La vibración, el temblor acompasado, el cante impostado sobre el eco de la estrofa anterior que funciona al modo del cantus firmus, supone de algún modo una fuente inagotable de aproximaciones y de continuidad acompasada. Se prolongan los sonidos anteriores en los sonidos sucesivos, realizándose así la fusión natural de presente y pasado, aquello que Vladimir Jankélévitch definió como «la supervivencia o resonancia del pasado a través del presente, en una palabra, aquella inmanencia que denominamos “devenir”». [Vladimir JANKÉLÉVITCH: La música y lo inefable. Barcelona, Alpha Decay, 2005, pp. 80-81]. La misma letra de la soleá de La Serneta nos está hablando precisamente de eso, de un «devenir» en el que lo que se describe es, básicamente, un viaje a través del tiempo, un periplo de retorno al centro vibrante de un íntimo temblor vital acompasado.

«El poeta —escribe Chantal Maillard— al que convocamos es alguien que tenga oído para captar el ritmo, la vibración de un ente, su sonoridad, su peculiar forma de vibrar, y la capacidad de transmitirlo. […] Se trata de la empatía, un concepto que hallamos […] emparentado con el de resonancia o sugerencia de la palabra poética. Dicha resonancia se propaga, según la imagen empleada por los autores indios, en los oyentes, como las ondas concéntricas en torno al lugar del impacto de una piedra lanzada en la superficie de un lago en calma». [Chantal MAILLARD: Contra el arte y otras imposturas. Valencia, Pre-Textos, 2009, pp. 153-154].

¿Por qué ha de ser necesariamente la superficie de un lago «en calma» el lugar por excelencia del impacto de una piedra arrojada? Quizá sea porque, como proclamara Miguel de Unamuno en una poesía, «sólo florece el agua que está queda». [Cita recogida en Ricardo MOLINA: Misterios del arte flamenco (Ensayo para una interpretación antropológica). Barcelona, Ediciones Sagitario, 1967, p. 77]. Efectivamente, las aguas más profundas son las que aparentan en la superficie estar más quietas. En el flamenco, el poeta al que invocamos es igualmente alguien que tiene un oído extremadamente sensible para captar esta misma vibración a la que hace referencia Chantal Maillard en relación con los antiguos tratados de poética de la India. La extraordinaria capacidad de transmisión de Mercedes La Serneta —palabra encarnada de aquello que podríamos denominar como lo jondo por antonomasia—, ha llegado hasta nosotros a través de un lenguaje poético largamente decantado por medio de la propia experiencia de su autora, capaz con sus letras de empatar con sensibilidades tan alejadas en el tiempo como las nuestras. Israel Galván, como poeta del cuerpo, con un oído absoluto para captar esa misma cualidad de la sonoridad vibrátil, ha recogido esta resonancia para transmitirla con su baile en la actualidad.

«Como la cuerda de una guitarra —escribe de nuevo Maillard— que no es tañida suena cuando otra lo es en el mismo tono, así el poeta, alcanzado por el dolor del ave, lo expresó. Vocalizó la emoción. La moduló: propagó la vibración. Compasivamente: doliéndose con (el pathos de) otro». [Chantal MAILLARD: Contra el arte y otras imposturas. Valencia, Pre-Textos, 2009, p. 154].

Cuando Israel Galván baila al compás de la célebre soleá de La Serneta, lo que vemos sobre las tablas es un cuerpo (ente sonoro) que propaga la vibración más allá de sí mismo, que de alguna manera «se duele» con el mismo pathos de la antológica cantaora jerezana a la que acompaña (recordemos que compás deriva de cum y passus: literalmente «paso con») en su entrañable expresión doliente. Israel Galván suena y resuena en el mismo tono que Merced La Serneta, al compás de la soleá de Utrera. Es en este sentido que en otra parte ya hemos hablado del concepto minorización en baile flamenco a partir de la propuesta coreográfica de Galván.

«En efecto —escribe el musicólogo francés Pierre Lefranc— se desprende de este cante una característica propia de La Serneta: la capacidad de expresar a la par que la emoción una distancia respecto a la emoción, que es a la vez nostalgia, discreción, cordura y paz recobrada. Es un cante para unos pocos más que para un público numeroso. Además, probablemente por primera vez en la historia del cante, una mujer habla de sí misma como mujer. […]El resultado es un cante en el que los medios empleados son muy reducidos mientras el esquema de conjunto se orienta hacia lo circular: un cante, además, en que uno medita, recuerda, matiza, decanta en vez de enunciar o de proclamar. En general lento, de una organización equilibrada, controlada, siempre flexible, y de un clima interiorizado y meditativo, este cante fundador abre un camino nuevo: la soleá con vocación intimista». [Pierre LEFRANC: El Cante Jondo. (Del territorio a los repertorios: tonás, seguiriyas, soleares). Publicaciones Universidad de Sevilla, 2001, p. 157].

Del baile de Israel Galván se desprenden algunas de estas características que Pierre Lefranc atribuye al cante de La Serneta. Este bailaor manifiesta en su baile una cierta capacidad expresiva y emotiva, al mismo tiempo que evidencia una hondísima distancia respecto a dicha emoción. El nuevo camino abierto por La Serneta lo recorre de algún modo Israel Galván desde su actual propuesta coreográfica: un baile que no privilegia en ningún caso la rapidez sobre la lentitud y la parsimonia, un baile de una organización equilibrada, controlada y flexible al tiempo. Un baile, en fin, que se genera siempre a partir de un cierto clima interiorizado y meditativo. Un baile, en definitiva, que es como una voz, o mejor dicho, que es como la voz del cante. En el baile flamenco, el cuerpo es su propio sentido: cuerpo. «La voz —escribe José Ángel Valente en un texto breve pero absolutamente fundamental sobre el flamenco— es su propio sentido: voz. Esa voz que tuvieron en extremo, dicen, ciertos cantaores. Oímos, pues, una voz que sube descendiendo, que dura milagrosamente suspendida sobre su propio punto de extinción. El cantaor —continúa Valente— establece primero el territorio de la voz; después, canta desde la voz hacia dentro». [José Ángel VALENTE: «La piedra y el centro», en Obras completas. Ensayos. Barcelona, Galaxia Gutenberg / Círculo de lectores, 2008, p. 273]. ¿Qué otra cosa sino bailar suspendido sobre su propio punto de extinción era la que hacía Israel Galván en el interior de un ataúd al final de El final de este estado de cosas? El bailaor flamenco hace con el cuerpo lo que el cantaor hace con la voz, una voz que, no lo olvidemos nunca, es cuerpo.

Por todo lo dicho hasta el momento, podemos suponer sin miedo a equivocarnos que, en efecto, estamos ante una letra especialmente significativa para Israel Galván a lo largo de toda su carrera. Con los ecos de la soleá Fuí piedra y perdí mi centro resonando todavía en el patio de butacas, Israel se quedaba solo sobre el escenario, se metía dentro del ataúd y allí bailaba el final de El final de este estado de cosas, redux.

CAMBIO DE TERCIO: PIETRA GITTANA NELL’ACQUA

Anota Valéry en sus Cuadernos [Paul VALÉRY: Cuadernos (1894-1945). Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores, 2007, pp. 257-258]:

Sobre una romanza –
Placer de amor dura sólo un momento,
Pena de amor dura toda la vida.
Esta observación exacta – ¿Por qué esa gran duración de la pena?
Desarrollos internos –Pietra gittana nell’acqua. – (Piedra arrojada al agua).
Resonancias múltiples.
Todo conduce a ello.

Quizá nunca deje de ser pertinente la duda lanzada por el genio literario de Valéry. No se nos puede pasar por alto la infinita jondura implícita en esta pregunta lanzada por el poeta francés sobre la «duración de la pena». Resulta muy probable que se trate, en efecto, de una categoría universal, una especie de máxima infalible según la cual entre el placer y la pena la distinción vendría dada por una cuestión de intervalos temporales y, seguramente también, de intensidades relacionadas con el deseo. A la pregunta sobre la dilatadísima duración de la pena habría que añadir inmediatamente otra cuestión no menos desasosegante, ¿por qué la corta duración del placer? Generalmente, las letras de los cantes, las coplas y romances populares no dan respuestas, pero casi siempre dan en el clavo a la hora de suscitar la duda, el asombro y la constatación de una verdad soltada al aire para quien quiera o pueda escucharla; como la voz lanzada al hueco oscuro en el interior de una cueva perdida en medio del monte. Así ocurre igualmente con la gran mayoría de letras atribuidas por la tradición oral a La Serneta.

«Resonancias múltiples», dice Valéry, y dice bien, ya que de resonancias se trata cuando oímos un cante y nos reconocemos hasta lo más profundo de nuestro ser en lo que dice. La romanza a la que hace referencia el poeta francés nos habla del placer por un lado y del amor por otro, y los distingue en relación a su duración en el tiempo: observación exacta que todo aquel que la oiga habrá experimentado en carne propia, de manera que no se dice nada nuevo. Las letras en el flamenco siempre dicen «lo mismo», sin embargo, por mucho que las hayamos oído infinidad de veces, siempre parecieran responder a un razonamiento o a un sentimiento nuevo. Esto puede ser debido a que habitualmente no estamos acostumbrados a escuchar esas «verdades como puños» que el cante flamenco nos arroja a la cara. Cuando oímos en la voz de la Niña de los Peines «Fui piedra y perdí mi centro…», ¿a qué tipo de confesión estamos asistiendo?, ¿de dónde proviene tal lucidez, semejante concisión y sinceridad para con uno mismo y con los demás? Está claro que el creador de esta letra que se canta por soleá no necesitó del psicoanalista para concluir que se trataba de una cuestión de petrificación, por un lado, de agua y de centro por otro.

Mercedes Fernández Vargas, La Serneta, dejó la huella indeleble de su esencia soleaera en la entraña musical y poética de Pastora Pavón, la Niña de los Peines, que grabó esta letra por soleá acompañada a la guitarra por Melchor de Marchena en 1949; versos, estos de la de la piedra y el centro, que se le atribuye a la gran maestra jerezana La Serneta, que falleció en Utrera (Sevilla) en el año 1912. Pastora declaró en una ocasión que ella jamás imitó a La Serneta, aunque sí reconoció que cantó sus letras y siguió su estilo.

Se trata de dos imágenes clásicas, de sobra conocidas entre los aficionados al flamenco: la fotografía de una joven Niña de los Peines en plenitud de sus facultades, y el precioso dibujo en el que Capuletti retrató a una Serneta ya anciana. Las poses y los accesorios de ambas cantaoras son similares: peinado muy parecido, de no ser por las canas de la jerezana, las dos manos entretenidas con un abanico, un colgante bien visible, y el chal, o mejor sería decir el mantón sobre los hombros. Acerca precisamente de un chal, el poeta Rainer Maria Rilke dejó escrito un bellísimo poema, al final de su vida, evocando aquellos chales de Cachemira, metáfora del trabajo infinito de simbolización de su propia labor con el lenguaje y las imágenes: desde «el centro de este chal que alimenta su negro con los bordes de sus flores»… «tú aprendes que los nombres sin fin / sobre él se derrochan: porque él es el centro. / Cualquiera que sea el dibujo de nuestros pasos / es alrededor de tal vacío donde caminamos». [Citado en Catherine MILLOT: La vocación del escritor. Buenos Aires, Ariel, 1993, p. 245].

«Todo conduce a ello»: de esta forma un tanto enigmática termina Paul Valéry una anotación en su cuaderno, dejándonos suspendidos, como arrojados a un sentido por descubrir. ¿Se tratará de un acertijo? ¿A qué se refiere con «todo»? ¿A qué nos conduce ese «todo»? El poeta, como el cantaor, como la esfinge, plantea acertijos, enigmas por desentrañar, y casi siempre la respuesta estaba todo el tiempo delante de nuestras propias narices, siendo incapaces de acertar por no atrevernos a mirar desprejuiciadamente en el interior de nosotros mismos. Las letras del acervo popular, al no tener un autor reconocible, al no estar rubricadas por la firma de un creador, parece que estuvieran destiladas a través del tiempo y las voces de todos aquellos que las fueron recitando o cantando, o escuchando en el eco de las cuevas a lo largo de los años. Es como si se hubiesen ido configurando por el uso, que para eso estaban pensadas, para usarlas. Y el uso las ha ido dejando pulidas, lamidas por las voces de varias generaciones sucesivas. ¿Qué tipo de piedra sería ésta de la soleá? Siempre imaginé que sería un canto rodado perfectamente redondo, más bien plano, como esos que nos encontramos a la orilla de un río y parecen diseñados expresamente para ser lanzados lo más lejos posible, arrojados por una mano siempre dispuesta a lanzar piedras. Todos hemos experimentado esa alegría infantil de encontrar una piedra redonda, sin aristas, lamida por el agua e inmediatamente la hemos tirado tan lejos como hemos podido.

Sí, definitivamente, la piedra de la soleá en cuestión no puede ser otra que un canto rodado. Estamos ante una piedra decantada por el paso del tiempo, lamida y pulida por el incesante devenir del agua. Una piedra gastada, perfilada y bruñida por ese elemento aparentemente inofensivo, el agua, símbolo de la vida, que a fuerza de tiempo y pertinaz obcecación e insistencia es capaz de acabar modificando la forma y la constitución misma de la roca más dura y obstinada. Pero, ¿por qué motivo puede una piedra perder su centro? Otra razón más para pensar que se trata, sin ninguna duda, de un canto rodado, ya que si tiene centro suponemos que su forma necesariamente se ha de parecer bastante a una circunferencia. Intentemos pensar en lo más obvio, recordemos que el enigma planteado siempre se acaba resolviendo por medio de los razonamientos más básicos y elementales. La sofisticación conceptual nunca la hallaremos en la posible respuesta, no lo olvidemos nunca. Recordemos en este sentido el título de aquel libro de divulgación científica muy popular hace unos años que rezaba así, Si la naturaleza es la respuesta… ¿cuál era la pregunta? Reconozco que nunca llegue a leerlo. El título me fascinó de tal manera que la admiración por semejante hallazgo literario me hacía imposible ni siquiera abrirlo para leer el resto por temor a sentirme defraudado.

La enigmática letra de la soleá «Fui piedra y perdí mi centro…» nos está remitiendo directamente a la mismísima esencia interna de lo jondo. Se podría decir que estamos ante un ejemplo clarísimo de meta-flamenco, es decir, de flamenco más allá del flamenco. En su imprescindible libro sobre Israel Galván, Georges Didi-Huberman nos deja apuntada una perla de sabiduría jonda en una nota, casi podríamos decir que marginal, a pie de página. «El duende, coges una piedra, la partes en dos, lo que en su interior tiembla en una milésima de segundo, eso es el duende». [Georges DIDI-HUBERMAN: El bailaor de soledades. Valencia, Pre-textos, 2008, p. 123 (ver nota 3): «… Jacques Durand evoca la reflexión de un empleado de una ganadería, “hombre de campo” que decía, con pura sabiduría analfabeta: “El duende, coges una piedra, la partes en dos, lo que en su interior tiembla en una milésima de segundo, eso es el duende”. El duende, aquello de lo que todo el mundo habla y nadie sabe lo que es, como el mismísimo Goethe —a quien cita García Lorca en su célebre conferencia Juego y teoría del duende—, cuando hacía la definición del duende al hablar de Paganini, diciendo: “Poder misterioso que todos sienten y ningún filósofo explica”».

El centro de la piedra, aquello que en el interior de la materia inerte tiembla en una milésima de segundo, centro que no está inmóvil, sino quieto. Ligero temblor apenas perceptible que, como el mercurio, manifiesta una quietud-inquietud preñada de potencia de movimiento: aquí tenemos un posible motivo para la danza.

Es esta una manera muy flamenca de decir, a pie de página; lo esencial se deja caer como a trasmano. Quien quiera entender que entienda, viene a decirnos el filósofo francés Didi-Huberman, que trae a colación esta definitiva definición del duende atribuida al empleado de una ganadería, «un hombre de campo», prácticamente analfabeto, en relación a unas palabras de Samuel Beckett en un texto suyo de 1945 titulado El mundo y el pantalón. «Aquí —escribe Beckett— todo se mueve, nada, huye, vuelve, se deshace, se rehace. Todo cesa, sin cesar. Diríase una insurrección de moléculas, el interior de una piedra una milésima de segundo antes de desagregarse». ¿Cabe definición más certera y ajustada de lo que podría ser esto que se ha venido en llamar arte flamenco?

En el flamenco —«… yo aquí, a compás», como decía Tomás Pavón—, como dice Beckett, «todo se mueve, nada, huye, vuelve, se deshace, se rehace…» como el cante, como el baile, como las falsetas de la guitarra, para volverse a rehacer en un movimiento continuo e incesante. Y de repente todo cesa, como en el mismo momento de la parada y el remate, sin cesar, ya que después del desplante y el silencio, el instante dilatado del reposo quedará interrumpido por la constante sucesión de lo que siempre queda por venir. El constante anuncio del movimiento definitivo, de la voz finalmente rota, de la falseta insuperable que acabe finalmente con la reunión de los cabales (“el acabarreuniones” era uno de los apelativos con los que se conocía entre los aficionados al cantaor jerezano Manuel Torre porque, según se cuenta, en cualquier reunión de cabales en la que estuviera Torre y cantara él, nadie más se atrevía a cantar después por miedo a las siempre odiosas comparaciones).

En resumidas cuentas, en el flamenco «todo cesa…, sin cesar». Es en el interior de esta deslumbrante paradoja donde reside el duende, en esa especie profunda y entrañable de insurrección de partículas. En el arte flamenco, lo esencial siempre se está jugando en microintervalos espacio-temporales. Fijémonos en que estamos hablando todo el tiempo de moléculas y de milésimas de segundo. Viendo bailar a Israel Galván nos podemos hacer una idea plenamente ajustada en este sentido. El flamenco es un arte que se dirime entre aquellos sutilísimos infraleves señalados en su día por Marcel Duchamp.

Recordemos una vez más: «Desarrollos internos —Pietra gittana nell’acqua», apuntaba meticulosamente Valéry en su cuaderno. Curiosos, juguetones e insondables algunos de los múltiples caprichos en los que se entretiene la lengua. El término «gittana» en italiano se puede traducir como «arrojada». Gitanas eran tanto La Serneta como la Niña de los Peines, arrojadas ambas al agua del mar en la famosa letra por soleá. Los gitanos, pueblo siempre expulsado, arrojado de los territorios por los que pasaban en su deambular nómada guardaron en su interior una nostalgia del centro. Arrojados lejos para volver a encontrar el camino de regreso al centro «a fuerza de mucho tiempo», haciendo de la lejanía misma el camino, el tránsito hacia el devenir-centro. Escribe Kafka: «Tan fuertemente como la mano aprieta la piedra. Pero la aprieta sólo para poder arrojarla más lejos. Pero también a esa lejanía lleva el camino». [Franz KAFKA: Aforismos de Zürau. Madrid, ed. a cargo de Roberto Calasso, Sextopiso, 2005, (aforismo nº 21)].

Fui piedra… Piedra arrojada, no sin antes haber estado fuertemente apretada por la misma mano que me arrojaría después. Piedra fuertemente apretada para ser arrojada lo más lejos posible, hacia el mar. Es en esa lejanía —en ese tránsito de ser arrojada— donde la piedra termina por recuperar finalmente el centro: al cabo de mucho tiempo implica lejanía (duración espacio-temporal); lejanía por otro lado imprescindible para poder recuperar el camino-centro. En definitiva, ¿de qué camino estamos hablando? «También a esa lejanía lleva el camino», escribe Kafka, pero ¿qué camino?, ¿a qué se refiere Kafka con el camino? Nos lo aclara él mismo en otro de sus aforismos: «Existe una meta, pero no un camino; lo que llamamos camino son vacilaciones». [Franz KAFKA: Aforismos de Zürau. Madrid, ed. a cargo de Roberto Calasso, Sextopiso, 2005, (aforismo nº 26)].

En el intermedio de Metamorfosis (2000) de Israel Galván, asistimos a la transformación de Samsa-Galván en bicho. Israel baila por soleá —Fui piedra y perdí mi centro— al compás (¿o sería mejor decir al son?) de la voz de Enrique Morente. Parece que este bailaor siempre elige esta letra para los momentos álgidos, fuertemente significativos de sus espectáculos (en El final… justo antes de meterse en el ataúd, en Metamorfosis justo en el momento de la transformación en bicho, en Flacomen a lo largo de todo el espectáculo…).

«Luego —escribía José Luis Navarro al respecto de la Metamorfosis de Galván—, en lo que pretende ser un sueño, comienzan a superponerse las imágenes de Samsa-hombre y Samsa-bicho, hasta que, con una versión más solemne y metálica de la misma soleá de La Serneta, interpretada ahora por Estrella Morente y el grupo Lagartija Nick, termina por imponerse la figura de lo que aparenta ser un insecto repulsivo. La transformación se ha consumado». [José Luis NAVARRO GARCÍA: Tradición y vanguardia. El baile de hoy. El baile de mañana. Murcia, Nausícaä, 2006, p. 291].

Sin embargo, parece que las transformaciones parecen no acabar de consumarse nunca, y menos aun cuando se trata de flamenco, puesto que en eso estamos: en busca siempre de la transformación definitiva, sabiendo de antemano que no existe tal cosa. Desde la Metamorfosis hasta Flacomen han pasado 15 años, un tiempo en el que Israel Galván continúa buscando su centro, un proceso sin consumación posible, afortunadamente para nosotros que, en cuanto tenemos ocasión, vamos a verle (y escucharle) bailar para comprobar por nosotros mismos si es cierto que esta vez sí, el bailaor lo ha encontrado por fin, al cabo de tanto tiempo.

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AUTOR: Antonio J. Pradel Rico
(Madrid, 1975) Actualmente exiliado en Brasil (por el momento), buscando y persiguiendo algunas posibles razones corpóreas para seguir vinculado a la “patria”, entendiendo ésta como el territorio común de esto que pueda ser “el flamenco”. Sin más pretensión que seguir compartiendo algunos hallazgos, continúa escribiendo de toros y flamenco como si estas artes del cuerpo fueran un arte contemporáneo al margen (que no es lo mismo que marginal). Y aunque soy un emigrante, jamás en la vida yo podré olvidarte…
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AUTOR: Alicia Navarro
Alicia Navarro (1982). Nacida en tierra andaluza y versada en pirotecnia cultural más allá de sus fronteras. Hoy en la boca de España se presenta -cartucho en mano- una minera, pensadora y libertaria cultural. Que ve los estudios flamencos como masas metalíferas o pétreas que hay que dinamitar. Cuya mecha sea el pensamiento y los estudios culturales su dinamita. Historiografía artística, literatura, estética, antropología, feminismo o practicas queer entre tantos otros... ¡Saquemos las vírgenes travestis a la calle! Flamecamp entra en escena.
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AUTOR: David Pielfort
DAVID PIELFORT (1971). Salido de una novela de Dickens, es abandonado por los gitanos. Un banco le compró un cuadro. Su voz retumbó en la Bienal de Arte de Venecia, e Israel Galván ha bailado sobre su cuerpo. Otorgó la llave de oro del cante jondo a Paco de Lucía, en una pielfortmance que televisó La 2.
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