La noche española
Carmen en Rusia. La percepción rusa de la cultura española en el arte de fin de siglo

Debido a su no participación en la Primera Guerra Mundial, España acogió entre 1914 y 1917-18 a numerosos artistas de otros países que buscaban un lugar estable y seguro para desarrollar su actividad. Persiguiendo esa estabilidad así como inspiración para sus nuevos espectáculos, en 1915 llegó a Madrid la compañía de los Ballets Rusos de Sergei Diaghilev, con la que en los años posteriores colaborarían varios creadores españoles, desde Manuel de Falla, que compuso la música del ballet El sombrero de tres picos, hasta el bailaor sevillano Félix Fernández García (más conocido como Félix el Loco), pasando por una serie de artistas plásticos que diseñaron la escenografía de algunas de las obras más emblemáticas de la compañía: José María Sert (Las Meninas), Pablo Picasso (Parade, El sombrero de tres picos, Pulcinella, Le train bleu -en colaboración con Coco Chanel- y Mercure) y Joan Miró (Romeo y Julieta). Los temas y motivos españoles siguieron presentes en el repertorio de los Ballets Rusos hasta que Diaghilev falleció en 1929 y la compañía se disolvió (aunque después hubo varios intentos de reflotarla bajo nuevas denominaciones como “Ballet Ruso de Monte Carlo” u “Original Ballet Russe”).

En el inicio de su intervención en el seminario La noche española. Flamenco, vanguardia y cultura popular, Sjeng Scheijen señaló que esta influencia de “lo español” en los trabajos de la compañía de Diaghilev no fue casual ni estuvo ligada exclusivamente a una coyuntura histórica concreta (los años de la Primera Guerra Mundial). “En Rusia”, explicó, “ya existía una profunda ‘hispanofilia’ desde principios del siglo XIX, pues un amplio sector de la sociedad pensaba que había muchas semejanzas culturales e históricas entre ambos países (fervor religioso, influencia de pueblos ‘orientales’…). Semejanzas que diferenciaban a estos dos países periféricos del resto de las naciones europeas”.

En este sentido Sjeng Scheijen, historiador del arte especializado en cultura eslava, recordó que durante la llamada “Revuelta Decembrista” (1825), el grupo de militares y nobles de ideología liberal que intentó hacerse con el poder para acabar con el régimen autocrático del Zar Nicolás I, tomó como modelo de referencia la Constitución de Cádiz de 1812. Curiosamente, este Zar sería el principal y casi único aliado internacional que tuvo Carlos María Isidro de Borbón (que se opuso a la decisión de su hermano, Fernando VII, de derogar la Ley Sálica para que su hija Isabel se convirtiera en heredera al trono) durante la primera Guerra Carlista. También en la primera mitad del siglo XIX, la influencia de “lo español” fue muy visible en ciertas obras de un artista tan emblemático como Mijail Glimka, máximo exponente del nacionalismo musical ruso. Mucho antes de que lo hicieran otros compositores europeos como Claude Debussy, Bizet o Maurice Ravel, Glimka incluyó en su repertorio obras inspiradas directamente en “temas y motivos españoles” como las piezas sinfónicas Jota Aragonesa o Una Noche de Verano en Madrid.

Ya en las décadas posteriores, la figura del Quijote, el mito de Carmen y la pintura de Velázquez tuvieron en Rusia numerosos y entusiastas seguidores. El novelista Iván Turguéniev, por ejemplo, escribió un influyente ensayo titulado Hamlet y Don Quijote (1860) en el que confrontaba a los dos personajes como arquetipos humanos antagónicos (el extrovertido y arrojado frente al ensimismado y reflexivo). Fiodor Dostoievski, por su parte, mostró en reiteradas ocasiones su admiración por el héroe cervantino, con el que tiene muchas similitudes el idealista príncipe Mishkin, protagonista de su novela El idiota (1869).

Gran éxito tuvo igualmente la novela corta Carmen, de Prosper Merimée en la que, según Sjeng Scheijen, el escritor francés incorpora temas y personajes relacionados con la tradición literaria rusa, en especial con la obra de Alexandr Pushkin. Hay que tener en cuenta que Merimée fue uno de los principales difusores de la literatura rusa en Francia e incluso llegó a traducir obras del citado Pushkin (La Dama de picas, Los Zíngaros, El húsar, El pistoletazo) y de Nicolás Gogol (Las almas muertas y El inspector). También la pintura del sevillano Diego de Silva y Velázquez fue muy admirada por numerosos artistas rusos de la época, entre ellos Ilia Repin (que en 1883 estuvo copiando cuadros suyos en el Museo del Prado) o Valentín Alexandrovich Serov (reconocido retratista y autor de algunas de las obras más emblemáticas del impresionismo ruso).

Los rusos fueron, por tanto, pioneros en la utilización de los clichés románticos de “lo español” que se generalizarían a finales del siglo XIX y principios del siglo XX en la escena cultural y artística europea. A juicio de Sjeng Scheijen, este marcado interés por “lo español” se debía a la asunción de la idea “romántica” de que a través del conocimiento de “culturas afines” se podían descubrir aspectos esenciales de la propia identidad nacional, pero también era fruto del deseo de buscar referentes externos que permitieran frenar la creciente influencia política y cultural de las dos grandes superpotencias de la época: Alemania y Francia.

Hay que tener en cuenta que tras las guerras napoleónicas (1799-1815) se había producido un primer proceso de globalización que dio lugar a la emergencia de movimientos nacionalistas en distintos países europeos, incluyendo Rusia. Ese sentimiento nacionalista resurgió en el último tercio del siglo XIX, siendo Sergei Diaghilev uno de sus principales promotores en el ámbito cultural. Diaghilev, que en 1898 había puesto en circulación la revista El mundo del arte intentó crear un museo nacional de arte ruso. Una iniciativa que finalmente no fructificó, pero con el material disponible pudo montar en 1906 una exitosa exposición en el Petit Palais de París que despertó una fiebre por todo lo “ruso” en la capital francesa (y, por extensión, en el resto de Europa). Tres años más tarde fundó la compañía de los Ballets Rusos en la que colaborarían desde bailarines y/o coreógrafos como Anna Pavlova y Vaslav Nijinsky a músicos de la talla de Igor Stravinski, Tchaikovski o Prokófiev.

“Para Diaghilev y otros artistas rusos de aquella época”, aclaró Sjeng Scheijen, “el nacionalismo nunca fue un fin en sí mismo (de hecho, en ellos nunca tuvo un carácter agresivo), sino un medio que le permitía expresar sus propias inquietudes y preocupaciones”. Es el caso, por ejemplo, del pintor y diseñador escénico Alexander Golovin -creador de los decorados de algunas de las primeras producciones de la compañía de Diaghilev (por ejemplo, El pájaro de fuego, con música de Stravinski y coreografía de Mijail Fokine)- que mezclaba en sus trabajos elementos folclóricos reales con otros imaginados por él. Escasamente conocido fuera de Rusia, Golovin diseñó la escenografía de una versión de la ópera Carmen que se estrenó en 1906 y pintó con una técnica extraña que combinaba temple y acuarela una serie de retratos de “mujeres españolas”. Entre 1908 y 1910 acompañó a Diaghilev en su primera gira por Europa al frente de los Ballets Rusos. “Pero su relación con esta compañía”, aseguró Scheijen, “duró poco, ya que por diversas razones -más personales que profesionales- Diaghilev prefirió trabajar con otros dos escenógrafos: Léon Bakst y Alexandre Benois”.

Cuando llegó a España en 1915, Sergei Diaghilev buscaba tanto estabilidad (el resto de Europa estaba en guerra) como inspiración para los futuros montajes de su compañía. Junto a Léonide Massine (que había sustituido a Vaslav Nijinsky como primera estrella masculina de los Ballets Rusos) recorrió diversas ciudades españolas para conocer de primera mano sus principales bailes folclóricos. En uno de estos viajes descubrieron a Félix Fernández García (Félix el Loco) que les cautivó por su capacidad de cantar y bailar al mismo tiempo y de hacer ambas cosas como si estuviese poseído por una fuerza “diabólica”. En 1918, Diaghilev le contrató para que colaborara en su producción El sombrero de tres picos (con música de Manuel de Falla y escenografía de Pablo Picasso), aunque, a día de hoy, no se sabe con exactitud si su cometido era tan sólo enseñar su arte a los bailarines de la compañía o si estaba previsto que también bailara en algún momento de la representación. Sea como sea, no estuvo presente en el estreno de la obra en el Teatro Alhambra de Londres y, poco después, fue internado en un hospital psiquiátrico de la ciudad inglesa de Epson en el que le diagnosticaron un trastorno esquizofrénico.

En la fase final de su intervención en el seminario La noche española. Flamenco, vanguardia y cultura popular, Sjeng Scheijen recordó que hasta 1916, la mayor parte de los artistas, músicos y bailarines que formaron parte o colaboraron con la compañía de Diaghilev habían sido de nacionalidad rusa. Pero tras la segunda estancia de éste en España, los Ballets Rusos comenzaron a colaborar con creadores de otras naciones (especialmente españoles). No hay que olvidar que Diaghilev, influido por las tesis del movimiento neo-nacionalista ruso, consideraba que existían numerosos vínculos históricos y culturales entre su país y España. “Lo paradójico”, concluyó Scheijen, “es que a pesar de que esa tesis tenía escasa consistencia teórica (pues se basaba más en una interpretación idealizada a partir de paralelismos anecdóticos y superficiales que en un análisis riguroso de datos históricos contrastados), al ser asumida y promovida por numerosos artistas e intelectuales, terminó influyendo de manera decisiva en la configuración de la propia identidad cultural rusa”.

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