07.abr.2015 DANDO VUELTAS EN TORNO AL CENTRO DE LA PIEDRA

Las entrañas de la piedra sonora,
bien pateadas en la danza a la luz
del astro de miseria.

[Paul CELAN: «Poemas dispersos», en Los poemas póstumos. Madrid, Editorial Trotta, 2003, p. 151.
«Las entrañas de la piedra sonora», primera impresión fechada en la parte inferior del manuscrito «16-12-1965»].

Desde Brasil, siguiendo a duras penas la Bienal de Flamenco de Sevilla 2014, me entero más o menos de oídas, por referencias rescatadas de aquí y de allá, de lo que sucedió en aquellos días en la capital andaluza. Y de todo lo entre-visto, de todo lo mal-entendido, de todo lo que he creído adivinar desde aquí, hay un hecho que me ha llamado poderosamente la atención: la repetición constante —casi como si de un lema se tratase— de los versos Fui piedra y perdí mi centro… en el espectáculo presentado por Israel Galván titulado Flacomen. La historia del bailaor sevillano con estos versos viene de lejos.

El final de este estado de cosas, redux (2008), terminaba con una coreografía final en la que Israel Galván se instalaba en el interior de un ataúd dispuesto en vertical, frente al púbico, en uno de los lados del escenario. Antes de comenzar este último baile angustioso —tanto por lo reducido del espacio, como por la impactante imagen del bailaor quieto y a compás en el interior del ataúd—, el cantaor Juan José Amador, acompañado por el percusionista José Carrasco, cantaba haciéndose él mismo compás con los nudillos sobre uno de los ataúdes que en escena hacía las veces de cajón flamenco. Mientras tanto, Galván bailaba sobre las otras cajas mortuorias abiertas de par en par para una nueva versión de las antiguas «danzas de la muerte». Después de una breve y trepidante introducción rítmica por parte de José Carrasco, Juan José Amador cantaba la conocida soleá Fui piedra y perdí mi centro a palo seco, sin ningún tipo de acompañamiento, ni siquiera de percusión. Este sería el último cante que oiríamos en todo el espectáculo, justo antes de que tanto el cantaor como el percusionista se retiraran y abandonaran la escena para que el bailaor terminara así, definitivamente, solo y dentro de un ataúd, con El final de este estado de cosas.

No es casual que aquel otro espectáculo de Israel Galván, Metamorfosis (2000), basado en la obra homónima de Fanz Kafka, comenzara a su vez con una proyección de audio y video en la que asistimos a la transformación de Galván-Samsa en bicho. Esta primera coreografía de la metamorfosis galvánica también tenía como fondo musical una recreación de la célebre soleá de Mercedes La Serneta [Mercedes Fernández Vargas, llamada La Serneta, Jerez de la Frontera (Cádiz), 1840 - Utrera (Sevilla), 1912] Fui piedra y perdí mi centro. En esta nueva versión para el espectáculo de Galván, Enrique y Estrella Morente repetían obsesivamente a modo de mantra los cuatro versos de la soleá (Fui piedra y perdí mi centro / y me arrojaron al mar / y al cabo de mucho tiempo / mi centro vine a encontrar) mientras Israel Galván padecía —siempre a compás— las convulsiones que anticipaban lo que terminaría siendo la dolorosa e inevitable mutación de hombre en insecto.

¿Por qué esta misma letra por soleá para terminar aquel nuevo espectáculo apocalíptico después de casi diez años de brillante carrera? ¿Acaso no había encontrado aún Israel Galván su centro? Con ocasión de la presentación de El final… en Madrid, dentro del marco del Festival de Otoño (5 al 8 de noviembre de 2009), tuve ocasión de entrevistarme personalmente con el cantaor Juan José Amador y preguntarle si era el propio Israel Galván el que elegía las letras para cada uno de los distintos cantes que se interpretan en sus espectáculos, y, más concretamente, si esta letra en concreto de la soleá de La Serneta con la que termina El final… obedecía a alguna motivación particular. Juan José Amador me explicó que cuando preparan un nuevo espectáculo, es el mismo Israel quien elige los palos para cada coreografía, obviamente, y dentro de la inagotable riqueza poética de las letras que ofrece el amplio repertorio flamenco, entre todas las que le sugieren los propios cantaores, va eligiendo ésta o aquella en función de las que el propio bailaor considera más adecuada para cada ocasión. En cuanto a la soleá con la que rematan El final…, Juan José Amador me dijo que Israel le pidió expresamente que cantara esa letra de la piedra y el centro para la coreografía de los ataúdes.

En escena el cantaor Juan José Amador comenzaba cantando —«… y al cabo de mucho tiempo»—, mientras Israel Galván bailaba sobre los ataúdes, dentro de los ataúdes, alrededor de los ataúdes, haciendo música con los pies, con las manos, con la boca; haciendo, en definitiva, del cuerpo entero en sí mismo caja de resonancia. La letra de la soleá va cogiendo forma en la voz del cantaor —«… mi centro vine a encontrar»— que, según indicaciones apuntadas por el propio Galván (según me dijo Amador), deja mucho espacio entre verso y verso, abriendo, por decirlo de alguna manera, unos amplios huecos en el cante que se matizan y se ahondan por medio del efecto delay del sonido. De manera que Juan José Amador iba impostando y matizando su voz sobre su propio eco. El efecto final del cante —«… fui piedra y perdí mi centro»— resulta así completamente hipnótico. El eterno retorno hacia lo mismo una y otra vez, reintegrado el eco de nuevo hacia lo ya escuchado pero que, sin embargo —«… y me arrojaron al mar»—, nunca acaba de ser idéntico en cada uno de sus regresos. Me explicaba Juan José Amador que prefería cantar con este efecto de retardo del sonido, a modo de eco dilatado, porque si no era muy difícil retomar el cante dejando espacios tan largos entre verso y verso. La música y la letra de la soleá, por tanto, iban tomando cuerpo a medida que el cuerpo del bailaor iba tomando música. En efecto, el cuerpo de Israel Galván evidenciaba así una inaudita mutación hacia su propia musicalidad esencial.

En un contexto musical diferente, así explicaba el cantador de jota aragonesa José Iranzo, más conocido como el pastor de Andorra, su manera de aprender a cantar La palomica, una famosa jota muy conocida en Aragón los años de la posguerra: «Yo de pequeño también la conocía; cantábamos La palomica, pero yo, siendo cantador, no pensaba que era tan buena. Y un día, abrevando con el ganado en una cueva, como hace dos voces, pues empecé a tararearla, y me hacía la media voz… y digo, ¡ah, me cago en diez [sic], esto será bueno! Y en una cueva me la ensayé allí, y ya la canté en Teruel…». [Véase José Iranzo. El Pastor de Andorra. Documental]. Vemos a un pastor de la provincia de Teruel, el gran intérprete de la jota en el siglo XX, estudiar la melodía de una música como hoy lo hace cualquier usuario del Pro Tools, sólo que con otro tipo de tecnología más arcaica quizás, pero igual de efectiva a la hora de comprobar los resultados. El cantador de jotas —es curioso: en el idioma castellano se utiliza la misma fórmula para referirnos a los intérpretes de jota y a los de flamenco, con la única diferencia de que en Andalucía se ha perdido la ‘d’— se encierra en una cueva y comienza a lanzar su potente chorro de voz que, debido al efecto de eco, le es devuelto; en ese rebote del sonido, en esa vibración sonora que afecta no sólo al oído, sino al cuerpo entero, el cantador superpone otras melodías hasta ir ajustando la polifonía intuida o adivinada: el cantador en la cueva se escucha sonar. Recordemos a este respecto el rechazo que causaron entre algunos supuestos enteraos algunas grabaciones del mismísimo Camarón de la Isla en las que los efectos de voz registrados les hacía decir en los corrillos de aficionados: «Con tanta reverb parece que el Camarón está cantando en una cueva». Pues bien, no debemos descartar que esa forma de estudiar el cante por parte del jotero de Andorra (Teruel, zona del Bajo Aragón) fuera compartida por algunos otros cantaores andaluces en las no tan lejanas cuevas de la Baja Andalucía. Las cuevas son lugares donde la propagación del sonido se produce en todas las direcciones, lo que las hace lugares privilegiados para ensayar la voz.

«El sonido se propaga alrededor de su fuente de una forma circular o esférica, como una onda sobre una superficie de agua en la que acaba de caer una piedra. Esta propagación se produce por tanto en todas las direcciones (fases sucesivas de compresión y de dilatación), pero se debilita proporcionalmente al cuadrado de la distancia recorrida». [Michel CHION: El sonido. Barcelona, Ediciones Paidós Ibérica, 1999, p. 44].

La vibración, el temblor acompasado, el cante impostado sobre el eco de la estrofa anterior que funciona al modo del cantus firmus, supone de algún modo una fuente inagotable de aproximaciones y de continuidad acompasada. Se prolongan los sonidos anteriores en los sonidos sucesivos, realizándose así la fusión natural de presente y pasado, aquello que Vladimir Jankélévitch definió como «la supervivencia o resonancia del pasado a través del presente, en una palabra, aquella inmanencia que denominamos “devenir”». [Vladimir JANKÉLÉVITCH: La música y lo inefable. Barcelona, Alpha Decay, 2005, pp. 80-81]. La misma letra de la soleá de La Serneta nos está hablando precisamente de eso, de un «devenir» en el que lo que se describe es, básicamente, un viaje a través del tiempo, un periplo de retorno al centro vibrante de un íntimo temblor vital acompasado.

«El poeta —escribe Chantal Maillard— al que convocamos es alguien que tenga oído para captar el ritmo, la vibración de un ente, su sonoridad, su peculiar forma de vibrar, y la capacidad de transmitirlo. […] Se trata de la empatía, un concepto que hallamos […] emparentado con el de resonancia o sugerencia de la palabra poética. Dicha resonancia se propaga, según la imagen empleada por los autores indios, en los oyentes, como las ondas concéntricas en torno al lugar del impacto de una piedra lanzada en la superficie de un lago en calma». [Chantal MAILLARD: Contra el arte y otras imposturas. Valencia, Pre-Textos, 2009, pp. 153-154].

¿Por qué ha de ser necesariamente la superficie de un lago «en calma» el lugar por excelencia del impacto de una piedra arrojada? Quizá sea porque, como proclamara Miguel de Unamuno en una poesía, «sólo florece el agua que está queda». [Cita recogida en Ricardo MOLINA: Misterios del arte flamenco (Ensayo para una interpretación antropológica). Barcelona, Ediciones Sagitario, 1967, p. 77]. Efectivamente, las aguas más profundas son las que aparentan en la superficie estar más quietas. En el flamenco, el poeta al que invocamos es igualmente alguien que tiene un oído extremadamente sensible para captar esta misma vibración a la que hace referencia Chantal Maillard en relación con los antiguos tratados de poética de la India. La extraordinaria capacidad de transmisión de Mercedes La Serneta —palabra encarnada de aquello que podríamos denominar como lo jondo por antonomasia—, ha llegado hasta nosotros a través de un lenguaje poético largamente decantado por medio de la propia experiencia de su autora, capaz con sus letras de empatar con sensibilidades tan alejadas en el tiempo como las nuestras. Israel Galván, como poeta del cuerpo, con un oído absoluto para captar esa misma cualidad de la sonoridad vibrátil, ha recogido esta resonancia para transmitirla con su baile en la actualidad.

«Como la cuerda de una guitarra —escribe de nuevo Maillard— que no es tañida suena cuando otra lo es en el mismo tono, así el poeta, alcanzado por el dolor del ave, lo expresó. Vocalizó la emoción. La moduló: propagó la vibración. Compasivamente: doliéndose con (el pathos de) otro». [Chantal MAILLARD: Contra el arte y otras imposturas. Valencia, Pre-Textos, 2009, p. 154].

Cuando Israel Galván baila al compás de la célebre soleá de La Serneta, lo que vemos sobre las tablas es un cuerpo (ente sonoro) que propaga la vibración más allá de sí mismo, que de alguna manera «se duele» con el mismo pathos de la antológica cantaora jerezana a la que acompaña (recordemos que compás deriva de cum y passus: literalmente «paso con») en su entrañable expresión doliente. Israel Galván suena y resuena en el mismo tono que Merced La Serneta, al compás de la soleá de Utrera. Es en este sentido que en otra parte ya hemos hablado del concepto minorización en baile flamenco a partir de la propuesta coreográfica de Galván.

«En efecto —escribe el musicólogo francés Pierre Lefranc— se desprende de este cante una característica propia de La Serneta: la capacidad de expresar a la par que la emoción una distancia respecto a la emoción, que es a la vez nostalgia, discreción, cordura y paz recobrada. Es un cante para unos pocos más que para un público numeroso. Además, probablemente por primera vez en la historia del cante, una mujer habla de sí misma como mujer. […]El resultado es un cante en el que los medios empleados son muy reducidos mientras el esquema de conjunto se orienta hacia lo circular: un cante, además, en que uno medita, recuerda, matiza, decanta en vez de enunciar o de proclamar. En general lento, de una organización equilibrada, controlada, siempre flexible, y de un clima interiorizado y meditativo, este cante fundador abre un camino nuevo: la soleá con vocación intimista». [Pierre LEFRANC: El Cante Jondo. (Del territorio a los repertorios: tonás, seguiriyas, soleares). Publicaciones Universidad de Sevilla, 2001, p. 157].

Del baile de Israel Galván se desprenden algunas de estas características que Pierre Lefranc atribuye al cante de La Serneta. Este bailaor manifiesta en su baile una cierta capacidad expresiva y emotiva, al mismo tiempo que evidencia una hondísima distancia respecto a dicha emoción. El nuevo camino abierto por La Serneta lo recorre de algún modo Israel Galván desde su actual propuesta coreográfica: un baile que no privilegia en ningún caso la rapidez sobre la lentitud y la parsimonia, un baile de una organización equilibrada, controlada y flexible al tiempo. Un baile, en fin, que se genera siempre a partir de un cierto clima interiorizado y meditativo. Un baile, en definitiva, que es como una voz, o mejor dicho, que es como la voz del cante. En el baile flamenco, el cuerpo es su propio sentido: cuerpo. «La voz —escribe José Ángel Valente en un texto breve pero absolutamente fundamental sobre el flamenco— es su propio sentido: voz. Esa voz que tuvieron en extremo, dicen, ciertos cantaores. Oímos, pues, una voz que sube descendiendo, que dura milagrosamente suspendida sobre su propio punto de extinción. El cantaor —continúa Valente— establece primero el territorio de la voz; después, canta desde la voz hacia dentro». [José Ángel VALENTE: «La piedra y el centro», en Obras completas. Ensayos. Barcelona, Galaxia Gutenberg / Círculo de lectores, 2008, p. 273]. ¿Qué otra cosa sino bailar suspendido sobre su propio punto de extinción era la que hacía Israel Galván en el interior de un ataúd al final de El final de este estado de cosas? El bailaor flamenco hace con el cuerpo lo que el cantaor hace con la voz, una voz que, no lo olvidemos nunca, es cuerpo.

Por todo lo dicho hasta el momento, podemos suponer sin miedo a equivocarnos que, en efecto, estamos ante una letra especialmente significativa para Israel Galván a lo largo de toda su carrera. Con los ecos de la soleá Fuí piedra y perdí mi centro resonando todavía en el patio de butacas, Israel se quedaba solo sobre el escenario, se metía dentro del ataúd y allí bailaba el final de El final de este estado de cosas, redux.

CAMBIO DE TERCIO: PIETRA GITTANA NELL’ACQUA

Anota Valéry en sus Cuadernos [Paul VALÉRY: Cuadernos (1894-1945). Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores, 2007, pp. 257-258]:

Sobre una romanza –
Placer de amor dura sólo un momento,
Pena de amor dura toda la vida.
Esta observación exacta – ¿Por qué esa gran duración de la pena?
Desarrollos internos –Pietra gittana nell’acqua. – (Piedra arrojada al agua).
Resonancias múltiples.
Todo conduce a ello.

Quizá nunca deje de ser pertinente la duda lanzada por el genio literario de Valéry. No se nos puede pasar por alto la infinita jondura implícita en esta pregunta lanzada por el poeta francés sobre la «duración de la pena». Resulta muy probable que se trate, en efecto, de una categoría universal, una especie de máxima infalible según la cual entre el placer y la pena la distinción vendría dada por una cuestión de intervalos temporales y, seguramente también, de intensidades relacionadas con el deseo. A la pregunta sobre la dilatadísima duración de la pena habría que añadir inmediatamente otra cuestión no menos desasosegante, ¿por qué la corta duración del placer? Generalmente, las letras de los cantes, las coplas y romances populares no dan respuestas, pero casi siempre dan en el clavo a la hora de suscitar la duda, el asombro y la constatación de una verdad soltada al aire para quien quiera o pueda escucharla; como la voz lanzada al hueco oscuro en el interior de una cueva perdida en medio del monte. Así ocurre igualmente con la gran mayoría de letras atribuidas por la tradición oral a La Serneta.

«Resonancias múltiples», dice Valéry, y dice bien, ya que de resonancias se trata cuando oímos un cante y nos reconocemos hasta lo más profundo de nuestro ser en lo que dice. La romanza a la que hace referencia el poeta francés nos habla del placer por un lado y del amor por otro, y los distingue en relación a su duración en el tiempo: observación exacta que todo aquel que la oiga habrá experimentado en carne propia, de manera que no se dice nada nuevo. Las letras en el flamenco siempre dicen «lo mismo», sin embargo, por mucho que las hayamos oído infinidad de veces, siempre parecieran responder a un razonamiento o a un sentimiento nuevo. Esto puede ser debido a que habitualmente no estamos acostumbrados a escuchar esas «verdades como puños» que el cante flamenco nos arroja a la cara. Cuando oímos en la voz de la Niña de los Peines «Fui piedra y perdí mi centro…», ¿a qué tipo de confesión estamos asistiendo?, ¿de dónde proviene tal lucidez, semejante concisión y sinceridad para con uno mismo y con los demás? Está claro que el creador de esta letra que se canta por soleá no necesitó del psicoanalista para concluir que se trataba de una cuestión de petrificación, por un lado, de agua y de centro por otro.

Mercedes Fernández Vargas, La Serneta, dejó la huella indeleble de su esencia soleaera en la entraña musical y poética de Pastora Pavón, la Niña de los Peines, que grabó esta letra por soleá acompañada a la guitarra por Melchor de Marchena en 1949; versos, estos de la de la piedra y el centro, que se le atribuye a la gran maestra jerezana La Serneta, que falleció en Utrera (Sevilla) en el año 1912. Pastora declaró en una ocasión que ella jamás imitó a La Serneta, aunque sí reconoció que cantó sus letras y siguió su estilo.

Se trata de dos imágenes clásicas, de sobra conocidas entre los aficionados al flamenco: la fotografía de una joven Niña de los Peines en plenitud de sus facultades, y el precioso dibujo en el que Capuletti retrató a una Serneta ya anciana. Las poses y los accesorios de ambas cantaoras son similares: peinado muy parecido, de no ser por las canas de la jerezana, las dos manos entretenidas con un abanico, un colgante bien visible, y el chal, o mejor sería decir el mantón sobre los hombros. Acerca precisamente de un chal, el poeta Rainer Maria Rilke dejó escrito un bellísimo poema, al final de su vida, evocando aquellos chales de Cachemira, metáfora del trabajo infinito de simbolización de su propia labor con el lenguaje y las imágenes: desde «el centro de este chal que alimenta su negro con los bordes de sus flores»… «tú aprendes que los nombres sin fin / sobre él se derrochan: porque él es el centro. / Cualquiera que sea el dibujo de nuestros pasos / es alrededor de tal vacío donde caminamos». [Citado en Catherine MILLOT: La vocación del escritor. Buenos Aires, Ariel, 1993, p. 245].

«Todo conduce a ello»: de esta forma un tanto enigmática termina Paul Valéry una anotación en su cuaderno, dejándonos suspendidos, como arrojados a un sentido por descubrir. ¿Se tratará de un acertijo? ¿A qué se refiere con «todo»? ¿A qué nos conduce ese «todo»? El poeta, como el cantaor, como la esfinge, plantea acertijos, enigmas por desentrañar, y casi siempre la respuesta estaba todo el tiempo delante de nuestras propias narices, siendo incapaces de acertar por no atrevernos a mirar desprejuiciadamente en el interior de nosotros mismos. Las letras del acervo popular, al no tener un autor reconocible, al no estar rubricadas por la firma de un creador, parece que estuvieran destiladas a través del tiempo y las voces de todos aquellos que las fueron recitando o cantando, o escuchando en el eco de las cuevas a lo largo de los años. Es como si se hubiesen ido configurando por el uso, que para eso estaban pensadas, para usarlas. Y el uso las ha ido dejando pulidas, lamidas por las voces de varias generaciones sucesivas. ¿Qué tipo de piedra sería ésta de la soleá? Siempre imaginé que sería un canto rodado perfectamente redondo, más bien plano, como esos que nos encontramos a la orilla de un río y parecen diseñados expresamente para ser lanzados lo más lejos posible, arrojados por una mano siempre dispuesta a lanzar piedras. Todos hemos experimentado esa alegría infantil de encontrar una piedra redonda, sin aristas, lamida por el agua e inmediatamente la hemos tirado tan lejos como hemos podido.

Sí, definitivamente, la piedra de la soleá en cuestión no puede ser otra que un canto rodado. Estamos ante una piedra decantada por el paso del tiempo, lamida y pulida por el incesante devenir del agua. Una piedra gastada, perfilada y bruñida por ese elemento aparentemente inofensivo, el agua, símbolo de la vida, que a fuerza de tiempo y pertinaz obcecación e insistencia es capaz de acabar modificando la forma y la constitución misma de la roca más dura y obstinada. Pero, ¿por qué motivo puede una piedra perder su centro? Otra razón más para pensar que se trata, sin ninguna duda, de un canto rodado, ya que si tiene centro suponemos que su forma necesariamente se ha de parecer bastante a una circunferencia. Intentemos pensar en lo más obvio, recordemos que el enigma planteado siempre se acaba resolviendo por medio de los razonamientos más básicos y elementales. La sofisticación conceptual nunca la hallaremos en la posible respuesta, no lo olvidemos nunca. Recordemos en este sentido el título de aquel libro de divulgación científica muy popular hace unos años que rezaba así, Si la naturaleza es la respuesta… ¿cuál era la pregunta? Reconozco que nunca llegue a leerlo. El título me fascinó de tal manera que la admiración por semejante hallazgo literario me hacía imposible ni siquiera abrirlo para leer el resto por temor a sentirme defraudado.

La enigmática letra de la soleá «Fui piedra y perdí mi centro…» nos está remitiendo directamente a la mismísima esencia interna de lo jondo. Se podría decir que estamos ante un ejemplo clarísimo de meta-flamenco, es decir, de flamenco más allá del flamenco. En su imprescindible libro sobre Israel Galván, Georges Didi-Huberman nos deja apuntada una perla de sabiduría jonda en una nota, casi podríamos decir que marginal, a pie de página. «El duende, coges una piedra, la partes en dos, lo que en su interior tiembla en una milésima de segundo, eso es el duende». [Georges DIDI-HUBERMAN: El bailaor de soledades. Valencia, Pre-textos, 2008, p. 123 (ver nota 3): «… Jacques Durand evoca la reflexión de un empleado de una ganadería, “hombre de campo” que decía, con pura sabiduría analfabeta: “El duende, coges una piedra, la partes en dos, lo que en su interior tiembla en una milésima de segundo, eso es el duende”. El duende, aquello de lo que todo el mundo habla y nadie sabe lo que es, como el mismísimo Goethe —a quien cita García Lorca en su célebre conferencia Juego y teoría del duende—, cuando hacía la definición del duende al hablar de Paganini, diciendo: “Poder misterioso que todos sienten y ningún filósofo explica”».

El centro de la piedra, aquello que en el interior de la materia inerte tiembla en una milésima de segundo, centro que no está inmóvil, sino quieto. Ligero temblor apenas perceptible que, como el mercurio, manifiesta una quietud-inquietud preñada de potencia de movimiento: aquí tenemos un posible motivo para la danza.

Es esta una manera muy flamenca de decir, a pie de página; lo esencial se deja caer como a trasmano. Quien quiera entender que entienda, viene a decirnos el filósofo francés Didi-Huberman, que trae a colación esta definitiva definición del duende atribuida al empleado de una ganadería, «un hombre de campo», prácticamente analfabeto, en relación a unas palabras de Samuel Beckett en un texto suyo de 1945 titulado El mundo y el pantalón. «Aquí —escribe Beckett— todo se mueve, nada, huye, vuelve, se deshace, se rehace. Todo cesa, sin cesar. Diríase una insurrección de moléculas, el interior de una piedra una milésima de segundo antes de desagregarse». ¿Cabe definición más certera y ajustada de lo que podría ser esto que se ha venido en llamar arte flamenco?

En el flamenco —«… yo aquí, a compás», como decía Tomás Pavón—, como dice Beckett, «todo se mueve, nada, huye, vuelve, se deshace, se rehace…» como el cante, como el baile, como las falsetas de la guitarra, para volverse a rehacer en un movimiento continuo e incesante. Y de repente todo cesa, como en el mismo momento de la parada y el remate, sin cesar, ya que después del desplante y el silencio, el instante dilatado del reposo quedará interrumpido por la constante sucesión de lo que siempre queda por venir. El constante anuncio del movimiento definitivo, de la voz finalmente rota, de la falseta insuperable que acabe finalmente con la reunión de los cabales (“el acabarreuniones” era uno de los apelativos con los que se conocía entre los aficionados al cantaor jerezano Manuel Torre porque, según se cuenta, en cualquier reunión de cabales en la que estuviera Torre y cantara él, nadie más se atrevía a cantar después por miedo a las siempre odiosas comparaciones).

En resumidas cuentas, en el flamenco «todo cesa…, sin cesar». Es en el interior de esta deslumbrante paradoja donde reside el duende, en esa especie profunda y entrañable de insurrección de partículas. En el arte flamenco, lo esencial siempre se está jugando en microintervalos espacio-temporales. Fijémonos en que estamos hablando todo el tiempo de moléculas y de milésimas de segundo. Viendo bailar a Israel Galván nos podemos hacer una idea plenamente ajustada en este sentido. El flamenco es un arte que se dirime entre aquellos sutilísimos infraleves señalados en su día por Marcel Duchamp.

Recordemos una vez más: «Desarrollos internos —Pietra gittana nell’acqua», apuntaba meticulosamente Valéry en su cuaderno. Curiosos, juguetones e insondables algunos de los múltiples caprichos en los que se entretiene la lengua. El término «gittana» en italiano se puede traducir como «arrojada». Gitanas eran tanto La Serneta como la Niña de los Peines, arrojadas ambas al agua del mar en la famosa letra por soleá. Los gitanos, pueblo siempre expulsado, arrojado de los territorios por los que pasaban en su deambular nómada guardaron en su interior una nostalgia del centro. Arrojados lejos para volver a encontrar el camino de regreso al centro «a fuerza de mucho tiempo», haciendo de la lejanía misma el camino, el tránsito hacia el devenir-centro. Escribe Kafka: «Tan fuertemente como la mano aprieta la piedra. Pero la aprieta sólo para poder arrojarla más lejos. Pero también a esa lejanía lleva el camino». [Franz KAFKA: Aforismos de Zürau. Madrid, ed. a cargo de Roberto Calasso, Sextopiso, 2005, (aforismo nº 21)].

Fui piedra… Piedra arrojada, no sin antes haber estado fuertemente apretada por la misma mano que me arrojaría después. Piedra fuertemente apretada para ser arrojada lo más lejos posible, hacia el mar. Es en esa lejanía —en ese tránsito de ser arrojada— donde la piedra termina por recuperar finalmente el centro: al cabo de mucho tiempo implica lejanía (duración espacio-temporal); lejanía por otro lado imprescindible para poder recuperar el camino-centro. En definitiva, ¿de qué camino estamos hablando? «También a esa lejanía lleva el camino», escribe Kafka, pero ¿qué camino?, ¿a qué se refiere Kafka con el camino? Nos lo aclara él mismo en otro de sus aforismos: «Existe una meta, pero no un camino; lo que llamamos camino son vacilaciones». [Franz KAFKA: Aforismos de Zürau. Madrid, ed. a cargo de Roberto Calasso, Sextopiso, 2005, (aforismo nº 26)].

En el intermedio de Metamorfosis (2000) de Israel Galván, asistimos a la transformación de Samsa-Galván en bicho. Israel baila por soleá —Fui piedra y perdí mi centro— al compás (¿o sería mejor decir al son?) de la voz de Enrique Morente. Parece que este bailaor siempre elige esta letra para los momentos álgidos, fuertemente significativos de sus espectáculos (en El final… justo antes de meterse en el ataúd, en Metamorfosis justo en el momento de la transformación en bicho, en Flacomen a lo largo de todo el espectáculo…).

«Luego —escribía José Luis Navarro al respecto de la Metamorfosis de Galván—, en lo que pretende ser un sueño, comienzan a superponerse las imágenes de Samsa-hombre y Samsa-bicho, hasta que, con una versión más solemne y metálica de la misma soleá de La Serneta, interpretada ahora por Estrella Morente y el grupo Lagartija Nick, termina por imponerse la figura de lo que aparenta ser un insecto repulsivo. La transformación se ha consumado». [José Luis NAVARRO GARCÍA: Tradición y vanguardia. El baile de hoy. El baile de mañana. Murcia, Nausícaä, 2006, p. 291].

Sin embargo, parece que las transformaciones parecen no acabar de consumarse nunca, y menos aun cuando se trata de flamenco, puesto que en eso estamos: en busca siempre de la transformación definitiva, sabiendo de antemano que no existe tal cosa. Desde la Metamorfosis hasta Flacomen han pasado 15 años, un tiempo en el que Israel Galván continúa buscando su centro, un proceso sin consumación posible, afortunadamente para nosotros que, en cuanto tenemos ocasión, vamos a verle (y escucharle) bailar para comprobar por nosotros mismos si es cierto que esta vez sí, el bailaor lo ha encontrado por fin, al cabo de tanto tiempo.

18.dic.2014 El precario equilibrio del artista (flamenco y no flamenco, que de todo tiene que haber en este mundo)

artista warburgAby Warburg, El columpio eterno, 1890, dibujo a tinta

Arquetípico «pensador público» ―filósofo callejero en la bizarra ciudad hispalense― fue en Sevilla José Ramírez, un célebre personaje conocido popularmente como el Loqui de Triana, que era algo así como el loco oficial de plantilla en la Ciudad de los Señoritos entre los años 50 y 70. El Loqui, como no podía ser de otra manera dados su peculiar carácter y su inestable equilibrio psíquico, había querido en su juventud ser torero. Ya se sabe, es un lugar común aquello de que para ser torero hay que estar un poco loco, o mejor aún, hay que ser un poco como el Loqui; es más, en Andalucía, durante aquellos largos años de la dictadura franquista, uno se hacía torero, principalmente, para dejar atrás las humillaciones de tanto señorito; que se lo pregunten si no al Cordobés, por ejemplo.

En un breve artículo publicado en ABC, a raíz del atropello por un coche que sufrió el Loqui, y cuyas graves secuelas le llevarían a la tumba a finales de ese mismo año, escribió Antonio Burgos: «Por ti, Loqui, supimos cuán inútiles y crueles son los señoritos de Sevilla. […] Estate tranquilo, Loqui, que en tu gloria no te encontrarás ya a los señoritos borrachos. Esos siguen en este infierno [sic] que es Sevilla». [BURGOS, Antonio: «Sevillanas tristes del Loqui de Triana», en ABC Sevilla, 11-02-1984].

Curro Romero, en su «autobiografía» escrita por el mismo Burgos ―Curro Romero. La esencia. Planeta, 2006– habla con mucho respeto de los espectáculos cómico-taurinos, y menciona al Loqui de Triana. Del Loqui destaca Curro su «mucha experiencia en toros». El Loqui hacía la suerte de Don Tancredo, pero con mecedora. ¡Ahí es nada! En una mecedora se sentaba tranquilamente el Loqui en medio de la plaza leyendo el periódico. Soltaban la vaca y el Loqui ni se inmutaba: se mantenía entonces inmóvil dentro del hipnótico movimiento pendular. En el peor de los casos, parece que la vaca le olisqueaba, pero no le hacía nada. Después, una vez verificada tan vistosa suerte con éxito, el Loqui corría hacia el burladero y la vaca arremetía furiosa contra la mecedora.

Extraño paralelismo, sin duda, el que cabría establecer entre este Loqui de Triana y aquél Aby Warburg con cuyo dibujo empezábamos estas notas: extraño, pero fructífero y sugerente paralelismo entra la locura y el arte. Por cierto, ¿alguien sabe si hay algo escrito sobre la locura en el flamenco? Sería un trabajo muy interesante, ya que la historia del flamenco está llena de macandés, desde aquel Mateo Lasera, El Loco Mateo, de Jerez de la Frontera, hasta Francisco Gabriel Díaz Fernández, cantaor del barrio de la Viña en Cádiz, sin olvidar el que quizás pueda ser considerado como el último genio ―en el sentido más genuino que se le pueda dar a tan manido término― de la guitarra flamenca, el recientemente fallecido Niño Miguel. Entre 1921 y 1924, Aby Warburg, el inventor de una nueva ciencia de las imágenes, fue internado en un instituto psiquiátrico bajo el tratamiento directo de Ludwig Binswanger, el psiquiatra que renovaría la aproximación al problema de las enfermedades mentales. De esta experiencia ha quedado un libro de apasionante lectura, La curación infinita (Adriana Hidalgo editora, 2007).

En relación a las complejas ―para los que sólo somos capaces de acercarnos a ellas desde fuera― formas rítmicas del lenguaje musical flamenco, nos proponemos un ejercicio de lectura en paralelo a partir de tres disciplinas distintas pero, a nuestro parecer, complementarias:

Aby Warburg (historia del arte)
Georges Didi-Huberman (estética, historia del arte y del flamenco)
Israel Galván (arte flamenco en acción)

A partir de esta puesta en danza, nos preguntamos: ¿Dónde reside la temporalidad galvánica? Si consideramos a Israel Galván un artista «anacrónico», si Enrique Morente dijo de él que era «el más viejo de los jóvenes bailaores», si el propio Galván se empeña en superponer diferentes compases a la hora de imaginar sus coreografías, cabe la posibilidad de leer el concepto de temporalidad en Warburg a partir de la tesis de Didi-Huberman, en quien creemos adivinar una manifiesta relación con la temporalidad propia del flamenco.

Escribe Didi-Huberman: «Toda la temporalidad warburgiana parece construirse en torno a hipótesis rítmicas, pulsativas, suspensivas, alternantes o jadeantes. Es algo que se aprecia fácilmente tan sólo con hojear la masa de los papeles inéditos, en los que aparecen a menudo los esquemas oscilatorios de las polaridades constantemente puestas en práctica: “balancín” del idealismo y del realismo; […] o bien ese maravilloso “columpio eterno” en cuyo punto de equilibrio danza ―o se debate, como el funambulista de Jean Gênet― un pequeño personaje indicado como K… Por supuesto, es el artista (Künstler) al que Warburg habrá querido representar en este pequeño croquis». [DIDI-HUBERMAN, Georges: La imagen superviviente. Historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg. Madrid, Abada Editores, 2009, p. 159].

En torno al juego como estrategia compositiva a la hora de pensar y componer una coreografía. Se suele recurrir por parte de algunos coreógrafos a los modelos lúdicos derivados de los juegos infantiles, un procedimiento que ya había sido utilizado por coreógrafas postmodernas en los años sesenta. Es el caso de una de las primeras piezas conscientemente lúdicas: Balancín, de Simone Forti.

«El modelo infantil da pie a la construcción de una estructura física (el balancín), que permite la anulación de la estructura compositiva. Ahora bien, el juego del balancín carece de reglas, se basa en un acuerdo elemental: cuando el otro sube yo bajo, etcétera. Forti amplía esas posibilidades, permitiendo giros y movimientos del cuerpo imposibles en un niño. El resultado es una multiplicación de las posibilidades cinéticas (que no expresivas) del intérprete, absolutamente liberado de cualquier estructura formal». [BANES, Sally: Terpsichore in Sneakers. Post-modern Dance. Wesleyan University Press, Hannover, 1987, en Artes de la escena y de la acción en España: 1978-2002. José Antonio Sánchez (dir.). Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2002, p. 342].

Por su parte, Giorgio Agamben también se ha detenido a mirar con detenimiento este dibujito de Warburg. Escribe Agamben: «Entre los esbozos recuperados por Didi-Huberman en sus rebuscas en los manuscritos warburguianos, además de diversos modelos de oscilación pendular, hay un dibujo a pluma que muestra un funámbulo que camina sobre un eje sostenido en un equilibrio precario entre otras dos figuras. El funámbulo ―designado con la letra K― es quizá la cifra del artista (Künstler) que se mantiene en suspenso entre las imágenes y su contenido (en otro lugar Warburg habla de un “movimiento pendular entre la posición de causas como imágenes o como signos”); pero también la cifra del estudioso que […] actúa como “un nigromante que, en plena conciencia, evoca los espectros que le amenazan”» [AGAMBEN, Giorgio: Ninfas. Valencia, Pre-textos, 2010, pp. 37-38].

James Lee Byars, El pensador público (The Public Thinker)James Lee Byars, El pensador público (The Public Thinker)
Performance Nueva York, ca. 1970

martha wilson story linesMartha Wilson, Story Lines
Performance, 20 de diciembre de 1978

israel galván_Arenaisrael galván_Arena2Israel Galván, Arena

Entre el Loqui de Triana y la alucinante coreografía de la mecedora de Israel Galván en su espectáculo Arena cabe establecer un nexo de unión que iría más allá de lo meramente formal. En primer lugar, en ambos casos se trata de un juego. La construcción de la estructura física de la mecedora le permite a Galván la anulación de una estructura compositiva. De igual modo, al Loqui le bastaba con quedarse quieto y suspendido en el propio movimiento de la mecedora para llamar la atención de la vaca sin que ésta se decida a embestirle. El arriesgado juego de la mecedora, como el del balancín de Warburg, carece por completo de reglas, o, en todo caso, las reglas se inventan sobre la marcha, como cabe pensar que hacía el Loqui cuando hacía el Tancredo sentado en la mecedora en medio del ruedo. El resultado, en efecto, es una multiplicación de las posibilidades cinéticas (que no expresivas) del intérprete ―ya sea un torero cómico como el Loqui, artistas del performance como James Lee Byars o Martha Wilson, o coreógrafos a medio camino entre el toreo y el performance, como Israel Galván en Arena― absolutamente liberado de cualquier estructura formal. Todos ellos son la personificación de este personaje que se debate en un inestable equilibrio, a compás, en el dibujito de Warburg.

La «temporalidad warburgiana» de la que habla Didi-Huberman no es más que la estructura temporal del flamenco: el artista K (de Kantaor) se debate, efectivamente entre «hipótesis rítmicas, pulsativas, suspensivas, alternantes o jadeantes». Y en ese precario equilibrio se ha de mantener a compás, como se ha de mantener en equilibrio K subido en el balancín o sentado en una mecedora, tanto da. Cuando vemos a Israel Galván en la coreografía de la mecedora no sabemos muy bien si danza o más bien se debate como aquel funambulista de Genet a quien hace mención el propio Didi-Huberman. En cualquier caso, para que el arte continúe teniendo algún tipo de repercusión (si esto todavía fuera psible) ha de haber necesariamente un riesgo implícito por parte de K, aquel que se mantiene balanceándose en suspenso entre las imágenes y su contenido, aquel que, en plena consciencia, evoca los espectros que le siguen amenazando.

Posdata: otro día hablaremos de ese gran artista que, uniendo las torres gemelas de NY con un cable, se dedicó a hacer funambulismo durante el tiempo que consideró oportuno mientras la policía le esperaba en la azotea para arrestarle.

26.oct.2014 El «grano de la voz» del cante

EL GRANO Y LA VOZ

En un exhaustivo y esclarecedor estudio acerca del fenómeno sonoro, Michel Chion hace referencia al «grano» como tercer criterio morfológico del sonido:

El grano del sonido es una microestructura característica de la materia sonora que se asocia, por ejemplo en el caso de los sonidos instrumentales, con el mantenimiento de la acción de un arco, de una lengüeta o de un redoble de mazos. Esta cualidad de la materia sonora ―que no todos los sonidos traen consigo […] ― se puede comprender muy bien si la comparamos con sus equivalentes visuales (el grano de una fotografía, u otra superficie que miramos) o táctiles (el grano de una superficie que tocamos). Un grano se puede caracterizar especialmente como más o menos «grueso» o «liso». [CHION, Michel: El sonido. Barcelona, Ediciones Paidós Ibérica, 1999, p. 317].

El grano, esa marginada y muchas veces olvidada pero sustancial cualidad de la materia sonora, efectivamente, no la traen consigo todos los sonidos, ni tampoco todas las voces en cuanto a lo que fundamentalmente son, es decir, sonido puro y duro que sale directamente de un cuerpo que vibra. El cante flamenco sí requiere de este modo, de este «son», como Roland Barthes denominó a esta materialidad sonora en un célebre ensayo de 1972 titulado El grano de la voz. [BARTHES, Roland: «El grano de la voz» (publicado originalmente en 1972, Musique en jeu). Para el presente texto hemos utilizado la traducción de C. Fernández Medrano publicada en la recopilación de escritos de Roland Barthes titulada Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces. Barcelona, Ediciones Paidós, 1986, pp. 262-271].

Es cierto, no obstante, que no todas las voces flamencas tienen grano, o al menos no todas tienen el mismo grado de grano (al igual que ocurre con las fotografías, por ejemplo, donde se puede regular el efecto de esta sutil y escurridiza cualidad visual que afecta por igual tanto al ojo como al tacto). Sin embargo, las voces más flamencas, las voces que consideramos jondas por excelencia, sí evidencian de forma explícita el grano en su desnuda materialidad sonora. El cantaor flamenco trabaja con esmero esta microestructura apuntada por Chion, buscando por entre los resquicios que quedan entre las grietas del sonido la particularidad táctil de su propia voz. En el flamenco, el intérprete debe buscar precisamente ahí, en estos intersticios, su propio son, es decir, su propio ser.

Para intentar comprender mejor esta tersa y volátil cualidad del sonido, Michel Chion nos avisa de que «se puede comprender muy bien si la comparamos con sus equivalentes visuales», pero, más allá de los ejemplos que apunta este autor (el grano de la película fotográfica, por ejemplo), ¿qué equivalentes visuales podríamos estudiar en paralelo con el grano de la voz? ¿Sería posible ver una danza como equivalente visual de un sonido, de una música o de un cante? Si, como ya hemos apuntado, el cante flamenco requiere en su más íntima expresión del grano de la voz, ¿pueden un bailaor o una bailaora hacernos ver-tocar esta tersa y flamenquísima condición de la materia sonora? ¿Sería el cuerpo que baila la manifestación visual y táctil de un sonido, en este caso del sonido del cante?

Existe una frágil y más que evidente zona de contacto entre la música y el lenguaje. En El grano de la voz, Roland Barthes se proponía «desplazar» esta zona, ampliar el territorio de la escucha para atender a unos sonidos que escapan tanto al oído en cuanto música, como al entendimiento en cuanto palabra. Se trataba, en definitiva, de «cambiar el propio objeto musical» tal y como éste se ofrece a la palabra con el fin último de difuminar los límites, de borrar las fronteras entre música y lenguaje.

En su texto, Barthes sólo se acerca en torno a este desplazamiento en cuestión a propósito de una parte muy concreta de la música cantada, «espacio ―escribe Barthes― muy preciso en el que una lengua se encuentra con una voz». A partir de esta sugerente fórmula, nos vamos a centrar de forma específica en la voz del cante, la voz del flamenco. Es esta una voz en la que, parafraseando una vez más al autor francés, una lengua se encuentra con una voz.

 

LA VOZ DEL CANTE

En el cante flamenco, la voz como pura materialidad sonora se hace presente en una doble postura, en una doble producción, al unísono, podríamos decir: como lengua, por un lado, y como música, por otro. Hablamos entonces del grano de la voz. Volvamos una vez más al mito para preguntarnos: ¿Qué otra cosa buscó La Niña de los Peines en aquella perdida tabernilla de Cádiz sino el grano de su propia voz? Arrasar la garganta con una copa de cazalla para quedarse sólo y exclusivamente con esta cualidad táctil de la materia sonora para llegar a tocar con su cante a la exigente audiencia de cabales. En su célebre conferencia sobre el concepto de duende, García Lorca señalaba directamente a aquel hombre solo, «un hombre pequeñito, de esos hombrines bailarines que salen, de pronto, de las botellas de aguardiente», como el desencadenante de lo que vendría después. Cuando aquel aficionado de pura cepa que asistía a la reunión soltó en voz alta aquello de «¡Viva París!», ¿qué estaba queriendo decir exactamente? El propio Lorca nos lo aclara de inmediato: «Aquí no nos importan las facultades, ni la técnica, ni la maestría. Nos importa otra cosa». Justamente es esta otra cosa lo que se ve, lo que se toca y lo que se oye en el grano de una voz que ―olvidadas ya, o mejor sería decir superadas, la técnica y las facultades― se queda con lo que le resta; a esto se le llama pelearse con el cante.

Para gozar individualmente ―acaso no haya otra manera de goce y sufrimiento cuando se trata del flamenco― del cante como aficionado o simple espectador ocasional, se hace necesario separar este grano del resto de valores enjuiciados y apreciados positivamente en lo que se conoce habitualmente como música vocal de tradición «culta». En un punto de su texto, Roland Barthes escribe: «la ópera es un género en el que la voz se ha pasado por entero al bando de la expresividad dramática: una voz de grano poco significante». El cante flamenco (al menos cierto tipo de cante representado todavía hoy por algunos cantaores y cantaoras), sin embargo, no cambió de bando. En el cante, el grano es del todo significante. Así, la conocida como voz afillá (más allá de las cuestiones técnicas relativas al uso de la cejilla en la guitarra de acompañamiento) sería una de estas voces de grano absolutamente significante. Es más, podríamos decir incluso que es una voz-grano en sí misma, una voz arenosa, rozada, desgastada por el uso de una lengua antigua, mientras que aquella otra conocida como voz laína, aún manteniendo otro tipo de cualidades realmente estimables (brillo, pulcritud, nitidez, claridad expresiva y expositiva…), sería una voz de grano poco o nada significante.

Hay algunos cantaores «roncos» (a Enrique Morente, sin ir más lejos, le llamaban «el ronco del Albaicín») a los que en ocasiones apenas somos capaces de llegar a entender con total nitidez las letras de los cantes, y que, sin embargo, más allá o más acá de las facultades técnicas, poseen una voz rotunda y absolutamente significante como sonido jondo. Es precisamente en la voz de estos cantaores donde asistimos al fulgurante encuentro de una lengua con una voz. Músicos que utilizan su voz como áspero e incluso destemplado ―no confundir con desafinado― instrumento de desplazamiento y fricción entre música y lenguaje.

Es el cuerpo mismo el que finalmente acaba distinguiendo unas voces cantaoras de otras. En este sentido, son extraordinariamente reveladoras unas palabras de José Manuel Gamboa que nos pueden dar que pensar sobre las relaciones que se pueden establecer a partir del concepto de cuerpo como materia sonora en el flamenco. En el libreto que acompañaba a la Antología de Camarón de la Isla publicada por PolyGram, José Manuel Gamboa se preguntaba al respecto del cambio en el timbre de la voz del genio de La Isla en el disco Viviré: «… el timbre de voz de Camarón es distinto. Resulta más agudo ―¿la ecualización?, ¿variaciones en la cavidad bucal causadas por afecciones bucales?». Y es que, efectivamente, el cantaor flamenco sólo sabe cantar con el cuerpo entero. Si hay cambios en el cuerpo (incluso si va al dentista), hay cambios en la voz. El cuerpo es un instrumento muy delicado y sensible. En el flamenco, los cuerpos no tienen estado civil, es decir, «personalidad», y aun así siguen siendo cuerpos aparte. Sobre todo esa voz, por encima de lo inteligible del cante, de lo expresivo o representativo, arrastra directamente lo simbólico. El grano sería eso, la materialidad insoslayable de un cuerpo hablando su lengua materna: la letra del cante (posiblemente), la íntima significancia última del sentir flamenco (con toda seguridad). «Cuando canto a gusto me sabe la boca a sangre», decía Tía Anica La Piriñaca, ¿cabe mejor definición de lo que puede ser el cante flamenco en cuanto a lo que significa como materia sonora?

Tratemos de oír una vez más en la voz de La Piriñaca. Ese cante roza la voz. Sucede así, especialmente, en el caso de algunos cantaores y cantaoras gitanos. El cante le da una pátina a las consonantes, devolviéndoles el desgaste propio de una lengua que vive, funciona y viene trabajando así desde hace mucho tiempo: el flamenco. Esta particular fonética dota al cante de su especial idiosincrasia. El cante sigue al pie (flamenco) de la letra aquella vieja recomendación del cantante Panzéra que recogía Barthes en su texto: «que se le diera una pátina a las consonantes», que se les devolviera así el desgaste propio de una lengua viva que viene trabajando desde antiguo. En esta pátina, en esta voz rozada, arenosa, es donde reside la verdad de la lengua, no su funcionalidad (claridad, expresividad, comunicación); el cante flamenco no persigue la claridad, la expresividad, la comunicación. Éstas se dan por sobrentendidas o, en todo caso, añadidas. Evidentemente, el cante resulta meridianamente claro y expresivo, pero no es algo que se busque premeditadamente por parte del intérprete. El cante flamenco se nos presenta con el encanto propio que los japoneses atribuyen al sonido sucio, rozado, cubierto por una sutil pero manifiesta pátina que nos devuelve el desgaste propio de un lenguaje antiguo como es el flamenco.

Esta fonética (¿seré yo el único en percibirla?, ¿quizás oigo voces en la voz? Pero, la verdad de la voz ¿no reside en la alucinación? ¿Acaso el espacio de la voz no es un espacio infinito?) […] esa fonética no agota la significancia (que es inagotable); por lo menos, coloca un freno a las tentativas de reducción expresiva que toda una cultura se empeña en operar sobre el poema y la melodía. [BARTHES, Roland: «El grano de la voz». Op. cit., p. 267].

La fonética propia del cante flamenco no agota su íntima significancia en el decir; no la acaba por tanto, no le da nunca jamás su forma definitiva o cerrada. Y esto es así porque esta significancia del cante es inagotable. En este sentido, el flamenco es capaz de poner el freno a ciertas mezquinas tentativas de reducción expresiva que toda una cultura se empeña una y otra vez en operar sobre el lenguaje poético.

En resumen: El grano es a la voz lo que el peso significante es al cuerpo. El cante flamenco ha de tener grano para tener cuerpo, y, por lo tanto, peso significante, es decir, peso específico. Por otra parte, el cuerpo en el flamenco ha de tener «grano». El grano de la voz del cantaor incide sobre esta misma sensación de gravedad (la del cuerpo pesante). Efectivamente, ambos forman una amalgama perfecta en la que creemos intuir que en el flamenco la voz es cuerpo, y el cuerpo es voz. ¿Qué es lo que baila un cuerpo al compás de un cante a palo seco? Una vez más, ¿se trata de una alucinación? ¿Acaso seré yo el único en percibirlo? Quizá es que vemos cuerpos en las voces. Quizá oímos ecos de otras voces en los cuerpos que tenemos delante. Pero, ¿acaso la verdad, tanto de las voces como de los cuerpos, no reside, precisamente, en una alucinación?

10.oct.2014 El disparate como forma de conocimiento

[Apuntes para una posible metodología en el estudio del flamenco]

Antonio J. Pradel Rico

 

GALVANISMO

Ajustándonos lo más posible ―al pie de la letra― en nuestro pertinaz ejercicio de evocación, memoria y lectura comparada a partir de la categoría de quietud en el baile de Israel Galván, podemos partir de la base de que su baile siempre es, por definición, una danza galvánica. En este sentido, y partiendo siempre de esta simple constatación, ¿qué implicaciones se derivarían de semejante obviedad, o mejor, de semejante disparate deductivo? El trabajo coreográfico del bailaor Israel Galván, en cuanto a su ineludible condición galvánica se refiere, estaría así emparentado con el concepto de «disparate» que José Bergamín desarrolló en su breve pero imprescindible  ensayo El disparate en la literatura española[1]. Si alguna conclusión final se acaba destilando a partir del baile de Galván es que, una vez asentado en la memoria y reposado en el olvido de quien lo ve, se trata de un arte que supone, cuanto menos, algo «chocante, detonante para el pensamiento» contemporáneo, una especie de descarga eléctrica que nos impele de alguna manera al movimiento del pensar. Nosotros podemos seguir quietos por el momento, pero nuestro pensamiento no.

En el diccionario nos encontramos con una acepción del término galvanismo que estaría en estrecha consonancia con este concepto que intentamos traer aquí en relación al «disparate» como forma de conocimiento; en física, el galvanismo sería la «propiedad de excitar, por medio de corrientes eléctricas, los movimientos de los nervios y músculos de animales vivos o muertos; el galvanismo se emplea con fines terapéuticos”[2]. Así, ¿cabría reivindicar el flamenco como una forma terapia?, y, si así fuera, ¿sería una terapia destinada a los artistas o al público? En cualquier caso, no parece posible que el flamenco entre a formar parte de los productos de autoayuda que tanto abundan en la actualidad, aunque, ahora que lo pienso, hay un flamenco contemporáneo que, en efecto, parece un producto de autoayuda. Obviamente, este no sería al caso de Israel Galván, cuyas propuestas le dejan muchas veces ―y a nosotros con él― al borde del abismo.

Es necesario, por tanto, que nos hagamos cargo del baile de Israel Galván como si se tratara de una corriente esencial, fundacional podríamos decir, de esto que queremos reivindicar como el disparate en el sentido de categoría estética a estudiar desde nuestro ámbito de reflexión.

El disparate es chocante, detonante para el pensamiento. Por eso se hace sin pensar, o mejor digo, sin reflexionar; porque el disparate es pensamiento, es una forma inventiva, creadora, poética del pensamiento. Cada vez que se hace un disparate se inventa de nuevo la pólvora del pensamiento. Y cuando el pensamiento se dispara de este modo explosivo, luminosamente como el rayo, alcanza la máxima velocidad conocida: la de la luz. Y de ahí que se diga «rápido como el pensamiento»: como el pensamiento disparatado, que es el pensamiento relampagueante, luminoso. Eso otro, que también suele llamarse una idea luminosa, es siempre un disparate.

A la suprema razón divina dieron los griegos por símbolo intelectual de poder el rayo…[3].

Si consideramos la posibilidad de la danza como pensamiento (pensar-danzar), la danza de Israel Galván sería, como el disparate al que se refiere Bergamín, una forma inventiva, creadora, poética del pensamiento. Cada vez que Israel inventa-piensa una coreografía le sale un disparate en el más profundo y filosófico sentido de la palabra: reinventa en su propio cuerpo danzante, de nuevo, la pólvora del pensamiento. En el baile flamenco de Israel Galván la danza como pensamiento equivale a una reflexión que se dispara de este modo explosivo, y, como el rayo, alcanza la máxima velocidad conocida, la de la luz. Así, su cuerpo-sombra, por medio del baile se vuelve deslumbrante con la intensidad del rayo, con la fulgurante explosión eléctrica-galvánica, aparición súbita que, como toda idea luminosa, es siempre un disparate, un pensamiento disparatado. «Seguramente ―escribía Bergamín― nuestras artes plásticas me darían ocasión más fácil para llamar la atención sobre ese substratum íntimo de lo español que es el disparate; la pura invención disparatada, expresión extrema, definitiva, de la vida»[4].

Si buscamos el término ‘galvanismo’ en la enciclopedia Wikipedia podemos encontrar esta curiosa imagen; se trata de una caricatura del siglo XIX que nos recuerda inevitablemente a la coreografía final de El final de este estado de cosas redux, espectáculo pergeñado entre Israel Galván y Pedro G. Romero sobre una particular lectura del Apocalipsis de San Juan. Creemos que tanto Israel Galván como Pedro G. Romero, juntos o por separado, comparten, sin duda alguna, este «sustrato íntimo de lo español» al que hacía referencia Bergamín en su texto.

Cuerpo galvanizado, caricatura de principios del siglo XIX

Cuerpo galvanizado, caricatura de principios del siglo XIX

Autor y fecha sin identificar
Fuente: Wikipedia

Israel Galván, El final de este estado de cosas redux

 Israel Galván, El final de este estado de cosas redux

 

Bienal de Flamenco Sevilla 2008

Foto: Luis Castilla

En este sentido, este espectáculo apocalíptico de Israel Galván sigue siendo un disparate absolutamente necesario, o mejor aún, imprescindible. ¿Será acaso porque este bailaor es finalmente capaz de despertarnos de nuestro letargo, de este hastío vital implícito y explícito en las sociedades contemporáneas acostumbradas, por lo general, a elegir entre una cantidad ingente de espectáculos narcotizantes, asépticos y perfectamente prescindibles y tediosos? ¿Será que el arte flamenco que representa en la actualidad la figura de este bailaor  disparatado supone algo así como la electricidad que pudiera sanar estas enfermedades contemporáneas que provocan la parálisis del pensamiento y de todo sentido crítico, y aún reanimar el cuerpo-mente muerto de los espectadores?

El «Galvanismo» fue una teoría de Luigi Galvani según la cual el cerebro de los animales produce la electricidad que es transferida por los nervios, acumulada en los músculos y disparada finalmente para producir el movimiento de los miembros. Esta singular teoría recorrió los claustros universitarios europeos entre finales del siglo XVIII y primeras décadas del XIX. Los experimentos con animales, y hasta con cadáveres humanos, alentaban la secreta esperanza de que, mediante la electricidad, pudieran sanarse enfermedades que provocaban parálisis y aún reanimar un cuerpo muerto. Esas experiencias pueden considerarse un remoto antecedente del desfibrilador cardíaco moderno.

En 1818, en la universidad de Glasgow, el médico Andrew Ure maravilló a un auditorio, compuesto por no especialistas médicos, aplicando corriente al nervio frénico izquierdo y al diafragma del cadáver de un ajusticiado en la horca, con lo que logró la reanimación del cuerpo. Todo terminó en un frenético festival de horror cuando se aplicó corriente al nervio supra-orbital y al talón. A medida que subía el voltaje, «se exhibieron las muecas más horribles. Rabia, horror, desesperación, angustia y sonrisas espantosas unieron su horrible expresión en el rostro del asesino», narró el propio Ure.

EL GESTO

Por su parte, los artistas flamencos parecen haber interiorizado con total naturalidad esa dificilísima capacidad de escucha según la cual el sonido es captado antes que nada como «sentido resonante». Los flamencos saben intuitivamente, gracias a la memoria incorporada que les ha sido transmitida, que es en la pura y dura resonancia, sin más ayuda que la rememoración de un eco, donde deben buscar y hallar por fin lo sensato dentro un arte «in-sensato» por definición como es el arte flamenco. Viendo algunas fotografías de los cantaores en pleno quejío, o simplemente bajando el volumen de una grabación fílmica de cante flamenco, ¿qué podemos pensar de estos rostros desencajados que parecen gritar o buscar desesperadamente el aire? ¿Acaso no transitan estos seres por el borde mismo del sentido, acaso no deambulan por las orillas del sentido? Al hilo de estas cuestiones, ¿cuál podría ser la mejor representación visual de un sonido? Quizá sea precisamente en la ausencia de sonido donde mejor podamos apreciar el difícil equilibrio en el que se mantiene un cantaor cuando pelea con el cante, y por extensión, el difícil equilibrio por el que transita cualquier intérprete de música flamenca. En el flamenco, como en aquel experimento del doctor Andrew Ure, se exhiben las muecas más horribles y espantosas.

Isaki Lacuesta, Duquende, El gest de l’artista, 2007

Isaki Lacuesta, Duquende, El gest de l’artista, 2007

 

Isaki Lacuesta, Miguel Poveda, El gest de l’artista, 2007

Isaki Lacuesta, Miguel Poveda, El gest de l’artista, 2007

El director de cine Isaki Lacuesta (Girona, 1975) filmó en El gest de l’artista la interpretación de dos cantes a palo seco sin el sonido (que no fue registrado para la ocasión) ni siquiera del cante, centrándose exclusivamente en el rostro de Duquende y Miguel Poveda, dos cantaores catalanes. Lacuesta confiesa que siempre le gustó contemplar a los cantaores flamencos con el volumen bajado o en la imagen fija de la fotografía. «A mi entender ―escribe el cineasta―, son la mejor representación visual posible de un sonido. La música, invisible por naturaleza, ha dejado sin embargo un rastro plasmado en sus facciones. Huellas sonoras convertidas en imagen. A Poveda y Duquende […] los filmamos en blanco y negro, con una película muy granulada, y a cámara lenta. Después, he montado las imágenes sin su voz, con el único acompañamiento de las notas de piano de la Música callada de Frederic Mompou. Y aunque los cantaores sabían que no grabaríamos el sonido de su quejío, ni les dejamos casi tiempo para que templaran la voz, cantaron como los ángeles»[5].

Lo primero que se hace necesario destacar a este respecto es que la cinta de Lacuesta está filmada con una película «muy granulada». No sabemos si el joven cineasta catalán tenía presente en este trabajo El grano de la voz[6], un célebre texto de Roland Barthes, pero lo que es indudable es que, de alguna manera habría que incidir en el hecho indiscutible de que las voces flamencas son voces con grano. Existe una frágil y más que evidente zona de contacto entre la música y el lenguaje. En El grano de la voz, Roland Barthes se proponía «desplazar» esta zona, ampliar el territorio de la escucha para atender mejor a unos sonidos que escapan tanto al oído en cuanto música, como al entendimiento en cuanto palabra. Se trataba, en definitiva, de «cambiar el propio objeto musical» tal y como éste se ofrece a la palabra con el fin último de difuminar los límites, de borrar las fronteras entre música y lenguaje. Isaki Lacuesta, al buscar la mejor representación visual para un sonido, también está llevando a cabo un desplazamiento que borre los límites entre el ojo y el oído.

Evidentemente, no andaba muy desencaminado Isaki Lacuesta al acompañar las imágenes de los dos cantaores con la Música callada de Mompou. Si el cineasta busca con su filmación la mejor representación visual de un sonido por medio de los rostros dislocados de unos cantaores que no oímos, Frederic Mompou, por su parte, puso música al silencio mismo, de manera que se evidencia así la estrecha vinculación de la que hablaba José Bergamín en La música callada del toreo entre «lo que con los ojos oímos, y con los oídos vemos».

Y así la música, haciendo callar a los hombres, impone a la voz de éstos la entonación sostenida y un algo solemne que pertenece al canto. Cantar dispensa de hablar. ¡Cantar es una forma de estar callado! Frederic Mompou tituló Música callada a una suite de nueve piezas –íbamos a decir de nueve silencios–, en el que deja cantar la «soledad sonora» de san Juan de la Cruz. La música se eleva desde el silencio.[7]

Lo que vemos y oímos en la sugestiva pieza cinematográfica de Isaki Lacuesta El gest de l’artista no es más que esta forma de «estar callado» a la que hacía referencia Vladimir Jankélévitch. Forma de estar que en el flamenco equivale siempre a una forma de ser. Lo podemos comprobar claramente en las coreografías de Israel Galván, bailaor profundamente flamenco, es decir, jondo en lo que tiene de lacónico y reticente a la palabra. Con Israel Galván nos damos cuenta de que bailar también consiste en una forma de estar-se quieto (parafraseando a Jankélévitch) y en silencio. Para Israel Galván, bailar dispensa de hablar, y cuando se la pregunta responde de igual manera que Mompou en sus composiciones para piano: «El laconismo, la reticencia y el pianissimo son, así, silencios en el silencio»[8]. Este bailaor se muestra reticente a hablar porque con su danza, de repente, se establece al borde del misterio o en el mismo umbral de lo inefable, cuando la vanidad y la impotencia de las palabras se han hecho ya clamorosamente palpables en su vana estridencia. Con su amplio y revolucionario concepto de la coreografía y la escenografía flamencas, Israel Galván está diciendo NO a las tentaciones del verbo excesivo y a la locuacidad desmesurada tanto al hablar como al bailar. Tiene, por así decirlo, una íntima y clara conciencia del valor tanto del silencio como de la quietud. ¿Qué tipo de «música» es la que acompaña a Israel Galván en su «experimento» titulado Solo flamenco? Silencios replegados en el silencio, siempre a compás, por supuesto.

El concepto de «eléctrico» que venimos rastreando en estas notas, es un componente muy apreciado en el flamenco. Sin ir más lejos, uno de los palmeros que suele acompañar a Israel Galván es conocido como ‘el Eléctrico’, que forma un extraordinario dúo al compás junto al inefable ‘Bobote’.   Recordemos en este sentido que el bailaor Vicente Escudero definía así a la genial Carmen Amaya: «Ha sido una bailaora única por su electricidad, por el genio y la rabia de sus figuras»[9]. Incidiendo una vez más en este punto, y estableciendo una curiosa y fructífera relación entre presentimiento y balbuceo, cabe recordar lo que escribían Carlos y Pedro Caba sobre el balbuceo y el alma andaluza:

El alma andaluza vale, en profunda complejidad, más que muchos espíritus. Por eso es artista y no científica. Porque el arte es un lenguaje de sensaciones primarias; de pre-sentimientos, naturaleza que se sublima exaltada y espíritu que balbucea. […] Andalucía, artista genial, es culta porque sabe pocas cosas, pero fundamentales, es un alma todavía natural que arde en relámpagos intuitivos, es, toda ella pre-sentimiento lúcido, es decir, naturaleza culta[10].

¿Qué aspectos destaca Vicente Escudero a la hora de definir el baile de Carmen Amaya? Por este orden: electricidad, genio y rabia. ¿Qué destacan los hermanos Caba en su clásico Andalucía,… a la hora de hablar del alma andaluza? Espíritu que balbucea, relámpagos intuitivos…, del presentimiento como forma de conocimiento, podríamos decir. Si hablamos de electricidad en relación al baile flamenco, de un espíritu que balbucea y de relámpagos intuitivos que guían a una inteligencia natural estamos hablando, sin ningún género de dudas, del bailaor Israel Galván: ¿quién mejor para dar cuerpo a una teoría galvánica del arte flamenco? Espíritu balbuciente, relámpago intuitivo, genio eléctrico de inusitada (alta) tensión: Galván = Galvánico, si nos atenemos al pie de la letra.

 

DANZAR AL SON DE LOS DISPAROS

Pero, ¿qué es aquello que dispara finalmente el baile? ¿De dónde surge el disparate como forma de conocimiento? ¿Qué mueve a un bailaor como Israel Galván a bailar? Cuando Pedro G. Romero concibió el espectáculo coral Goyesca[11], suponemos que inmediatamente tuvo claro desde el primer momento cuál era el número para el que se iba a contar con la presencia y participación de Israel Galván: «El 3 de mayo de 1808 o Los fusilamientos en la Montaña del Príncipe Pío (1814)». Evidentemente, Israel Galván era el más indicado para bailar Los fusilamientos del 3 de mayo de Goya. Goyesca fue un espectáculo antológico e irrepetible, una revista plagada de artistas de primer nivel, tanto en lo vocal, como en lo musical, como en lo coreográfico.

Israel Galván, Goyesca, El tres de mayo de 1808Israel Galván, Goyesca, El tres de mayo de 1808Israel Galván, Goyesca, El tres de mayo de 1808

Madrid, mayo de 2008

En el programa de mano de Goyesca se hacía un breve repaso por aquellas músicas que sonaron en la España de Goya, músicas que indudablemente dejaron una huella indeleble en el arte y en la expresión musical flamenca, como se evidenciaba claramente en este espectáculo en el que colaboró como director musical José Manuel Gamboa. Dentro del apartado dedicado al número en el que intervenía Israel Galván se hacía referencia a la «Ritirata nocturna di Madrid».

La Ritirata evoca el toque de queda, la llamada de la tropa para que cada cual vuelva a su casa, queden las calles vacías, se apaguen las voces, se frenen los duelos […] En 1975, año de la muerte del dictador Francisco Franco, Luciano Berio decide celebrar esta nueva «retirada» devolviendo a la pieza de Boccherini su carácter marcial, a la vez que inquietante, celebratorio. Superpone para ello las cuatro partituras originales para cuerda y transcribe la pieza para orquesta, devolviéndole los cueros y metales del sonido original. En medio de este viaje musical de siglos hacemos otra parada, la fiesta que ahora se acaba es otra, la represión que le sigue cruenta[12].

Bailaba por tanto Israel Galván en Goyesca al compás de un toque de queda. Los flamencos, lo sabemos bien, son capaces de bailar al compás de cualquier caso. Salía a escena el bailaor sevillano con los ojos vendados; en medio del escenario le esperaba un poste de fusilamiento. ¿Los disparos de un pelotón de fusilamiento como acompañamiento para la danza? Insistimos: los flamencos son capaces de hacer flamenco con cualquier cosa, incluso con el sonido de la muerte inminente. Unos cuantos años antes de la muerte del dictador, un joven artista conceptual catalán ya había pensado en otra danza del fusilamiento. De esta performance nos queda una potente imagen que recoge un gesto absolutamente flamenco. Gestos eléctricos también, estos gestos que surgen de la muerte violenta.

Gonçal Sobré, Dansa de l’afusellament (Danza del fusilamiento)

Gonçal Sobré, Dansa de l’afusellament (Danza del fusilamiento)

Acción, Barcelona, 1966

La acción de Gonçal Sobré se anticipa cinco años a la célebre performance Shoot,  llevada a cabo por Chris Burden en California, cerca de Hollywood. Gonçal Sobré[13], artista catalán que en su momento quedó encasillado dentro de la corriente del llamado arte conceptual español de los años sesenta y primeros setenta, al contrario de lo que hiciera Burden, abandonó muy pronto su actividad como artista, que fluctuó entre la pintura, la acción y diferentes propuestas de carácter conceptual,  y se dedicó a continuar con el próspero negocio de hostelería que regentaba su familia.

Pero antes de abandonar definitivamente la actividad artística, en 1976, Sobré organiza una exposición para presentar su Retaule del Santet del Poble Nou en la galería La Mulassa de Vilanova i la Geltrú, y le da el carácter de obra póstuma, lo que ha provocado años más tarde que el principal diccionario (Diccionario de Pintores y Escultores Españoles del Siglo XX, Ed. Forum Artis) de artistas españoles del siglo XX lo dé realmente por muerto en 1975. Una perfecta en su acabamiento obra de arte conceptual. Si el famoso epitafio de Marcel Duchamp, D’ailleurs c’est toujours les autres qui meurent (Por otra parte, sólo se mueren los otros), puede ser considerado su última obra ―y una de las más logradas, cabría añadir―, la obra «póstuma» de Gonçal Sobré nos señala la fecha de defunción del artista, pero no de la persona.

Gonçal Sobré, 1932 -1975, R.I.P.1976Gonçal Sobré, 1932 -1975, R.I.P.1976

Monografía Col·lecció MACBA. Centre d’Estudis i Documentació MACBA

Posteriormente, con otro grupo de artistas, el Quatremeró, sigue haciendo ese tipo de exposiciones que le gustaban, llenas de participación, música, poesía, gastronomía y variedades, ese arte total que no se puede separar de la vida.

Después, el nombre de Sobré va desapareciendo de aquellas gacetillas de arte que nunca lo aceptaron y parece que se retira a un pequeño hotel de una estrella, que se había comprado tiempo atrás en Sitges, según él un futuro asilo-fundación para «viejos y remojados artistas».

Volviendo a la Danza de Gonçal Sobré; en el Poblenou barcelonés, el lugar donde Sobré llevaba a cabo sus acciones, se situaba el Campo de la Bota, donde en plena posguerra el ejército del régimen franquista fusilaba a los militantes del bando republicano. Campo de experimentación, por lo tanto, privilegiado para la danza contemporánea: los mismos lugares donde se lleva a cabo la masacre y el exterminio programado por parte de los eficacísimos regímenes fascistas, son aquellos espacios en los que el arte del cuerpo busca recuperar los gestos perdidos.

Unos cincuenta años antes de que Gonçal Sobré llevara a cabo sus acciones en el Campo de la Bota, muy cerca de allí había nacido una gitana catalana y universal. En una barraca, en medio de la misma playa barcelonesa del Somorrostro, había nacido a la vera del mar Carmen Amaya.

La madre, Micaela, no pudo ni parir en su barraca y hubo de trasladarse a la que el abuelo, tratante de caballos, había levantado con techo de hojalata cerca de aquel lugar llamado Pekín ―donde en 1888 se estableció un núcleo chino― y del Campo de la Bota, que adquirió triste nombradía en la guerra española del treinta y seis por los fusilamientos al amanecer[14].

 

TODOS PARA CASA

Los toques de queda no han terminado; hoy nos siguen mandando a nuestras casas (el que la tenga, claro). «La Ritirata evoca el toque de queda, la llamada de la tropa para que cada cual vuelva a su casa, queden las calles vacías, se apaguen las voces, se frenen los duelos…», incluso los duelos por un teatro que se cierra definitivamente. Israel Galván bailó por última vez en el Teatro Albéniz de Madrid el 31 de mayo de 2008. Ese mismo día tuve la oportunidad de presenciar en dicho teatro madrileño Goyesca, un proyecto inviable para poder llevarse a cabo de nuevo en el futuro. Se apagaron, pues, las voces (prodigiosas, como en el dúo entre Carmen Linares y Miguel Poveda que cantaron a dos voces lo que se nos antoja una recreación cumbre del cante flamenco de todos los tiempos), todos nos volvimos a casa, quedándose, una vez más, las calles vacías. Israel Galván no volvería a pisar nunca más el escenario del Teatro Albéniz. A los pocos meses de la escenificación de Goyesca el céntrico teatro madrileño, escenario privilegiado de algunas de las más celebradas veladas flamencas de los últimos años, el escenario donde se presentó el Omega de Morente, cerraría definitivamente sus puertas. El Albéniz quedó cerrado a cal y canto (y arena). Actualmente, un paseo por lo que fue el Madrid flamenco en los años cincuenta y sesenta nos devuelve la imagen de lo que somos, vagabundos entre ruinas prematuras.

Teatro Albéniz, Madrid 25 de octubre de 2009

Teatro Albéniz, Madrid 25 de octubre de 2009



[1] Véase BERGAMÍN, José: «El disparate en la literatura española», en  José Bergamín. Claro y difícil [Antología]. Selección y prólogo de Andrés Trapiello. Madrid, Edita Fundación Banco Santander, 2008.

[2] Diccionario de la lengua española. Madrid, Espasa-Calpe, 2005.

[3] BERGAMÍN, José: «El disparate en la literatura española». Op. cit., pp. 310-311.

[4] BERGAMÍN, José: «El disparate en la literatura española», Op. cit., p. 312.

[5] Véase el artículo «Pistas del flamenco», firmado por Isaki Lacuesta en la revista Alboreá, nº 3, julio-septiembre 2007, pp. 26-27. El gest de l’artista (2007) de Isaki Lacuesta, resume una especie de puzzle cultural catalán a través de los gestos mudos de varios artistas. Por esta pieza pasan los rostros y los gestos de Duquende, Ginesa Ortega, Miguel Poveda y María del Mar Bonet mientras cantan; el bailarín contemporáneo Cesc Gelabert, que convierte en un paso de baile la chilena de Ronaldinho, con quien acaba fundiéndose al final; Ferran Adrià y Pep Bou esferificando huevos fritos y pompas de jabón, respectivamente; y retratos de cuatro pintores -Antoni Tàpies, Frederic Amat, Perejaume y Miquel Barceló.

[6] BARTHES, Roland: «El grano de la voz» (publicado originalmente en 1972, Musique en jeu). Para el presente trabajo hemos utilizado la traducción de C. Fernández Medrano publicada en la recopilación de escritos de Roland Barthes Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces. Barcelona, Ediciones Paidós, 1986, pp. 262-271.

[7] JANKÉLÉVITCH, Vladimir: La música y lo inefable. Barcelona, Alpha Decay, 2005, p. 210.

[8] Ibid., p. 211.

[9] HIDALGO GÓMEZ, Francisco: Carmen Amaya. Cuando duermo sueño que estoy bailando. Barcelona, Ediciones Carena, 2009, p. 240.

[10] CABA, Carlos y Pedro: Andalucía, su comunismo libertario y su cante jondo. ( Primera edición, 1933). Sevilla, Editorial Renacimiento, 2008, p. 117.

[11] Goyesca (Memoria de los sucesos de mayo de 1808 en la villa de Madrid revista desde el Flamenco y Don Francisco de Goya y Lucientes), espectáculo conmemorativo del bicentenario del 2 de mayo, Madrid, 30 y 31 de mayo de 2008, dos únicas representaciones, Teatro Albéniz de Madrid. Se trató de un proyecto de Máquina P.H., con guión y dirección de Pedro G. Romero, que escribía en el programa de mano: «Se trata, efectivamente, de sinestesia, escuchando a estos flamencos no necesitamos ver ni dibujo, ni pintura que muestre, demuestre estética goyesca alguna […] de eso se trata este concierto, revista musical al día, de la pertinencia con que el pintor aragonés retrató su tiempo y de cómo estas músicas, que con el tiempo acabaron siendo flamencas, son su banda sonora más a propósito».

[12] Véase «Ritirata notturna di Madrid», dentro del programa de mano del espectáculo Goyesca.

[13] Véase PARCERISAS, Pilar: Conceptualismo[s] poéticos, políticos y periféricos: en torno al arte conceptual en España, 1964-1980. Madrid, Ediciones Akal, 2007, pp. 106-107.

[14] HIDALGO GÓMEZ, Francisco: Carmen Amaya. Cuando duermo sueño que estoy bailando. Barcelona, Ediciones Carena, 2009, p. 37.

10.oct.2014 Flamenco desde el diván por Antonio J. Pradel Rico

Apertura del nuevo blog de la PIE.FMC de Antonio J. Pradel Rico.

SOBRE EL BLOG
Flamenco desde el diván

Blog de Antonio J. Pradel.

AUTOR: Antonio J. Pradel Rico
(Madrid, 1975) Actualmente exiliado en Brasil (por el momento), buscando y persiguiendo algunas posibles razones corpóreas para seguir vinculado a la “patria”, entendiendo ésta como el territorio común de esto que pueda ser “el flamenco”. Sin más pretensión que seguir compartiendo algunos hallazgos, continúa escribiendo de toros y flamenco como si estas artes del cuerpo fueran un arte contemporáneo al margen (que no es lo mismo que marginal). Y aunque soy un emigrante, jamás en la vida yo podré olvidarte…
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